Durante 33 años funcionó tranquila y armoniosamente en General Pico una empresa ilegal compuesta por médicos, parteras, administrativos, funcionarios del Registro Civil y algunos vecinos que tomaban del vientre de mujeres usualmente pobres su bebé recién nacido y lo colocaban en otra familia con mayor solvencia económica, que no podía tener hijos biológicos. A esta transacción, en la que algunos aumentaban su contabilidad, la llamaban “acto de amor”. Sin embargo a nadie se le ocurrió que 40 años después se iba a dar el natural desarrollo en la vida de estos niños y niñas que iban a crecer y frente al espejo un día se iban a preguntar realmente “quién diablos soy”.
Los primeros dos casos documentados de apropiación se remontan a 1962 y 1964. El primero fue Rodolfo Paredes, nacido en Pico un 5 de junio en la casa de la partera Marta Irrazabal. Cuando su madre de crianza -de apellido Miranda- muere por un acv fines del 2001, Rodolfo empieza a indagar en su historia para conocer sus antecedentes de salud. El contacto con Irrazabal se da a través de una tía suya, Olga Miranda de Martín, una maestra de Pico, con quien en una oportunidad visitan a la partera y admite la adopción ilegal como un “acto de amor”, aunque nunca aportó datos de sus padres biológicos.
En un encuentro con Andrea Langhoff -una de las víctimas-, Marta Bajo reconoce que estaban al tanto de los delitos, y que su letra era la que figuraba en las partidas de nacimiento.
El segundo caso es protagonizado por Silvia Peinado, nacida en la localidad pampeana del norte un 20 de agosto del 64 en el domicilio de la partera Nélida Petreli. De pequeña Peinado dudó de su origen por la edad avanzada que tenían sus padres de crianza (50 años al momento en que la entregaron) y por los rasgos físicos. Un día durante una reunión social una mujer no dejaba de mirarla. Cuando se cruzaron, le confesó entre lágrimas que había sido la enfermera en su parto, y que su madre, Norma Arteche (quien más adelante se detallará su historia porque formaba parte de una familia involucrada -como víctima y victimario al mismo tiempo- en el tráfico), no quiso tenerla. Norma era empleada en la casa de una señora de familia acomodada de General Pico. El hijo de esta señora la embarazó. A su vez, los futuros padres de crianza de Peinado le hacían trabajos de plomería a esta señora, quien les preguntó por qué no tenían hijos y les ofreció una niña que nacería en “agosto”. Era Silvia Peinado, ellos aceptaron.
Y el último caso, según la información que manejamos hasta el momento, es de 1995. Pese a que el foco institucional alumbra y condena sólo el periodo que va de 1976 a 1983, los militares no inventaron la supresión de identidad (borrar el vínculo biológico y robar su historia y hacer nacer otra identidad supuesta) sino que más bien se sirvieron de las prácticas existentes. Para dar un ejemplo, entre 1956 y 1980 funcionó una red de trata de niños en un departamento en Jufré 140, en el barrio porteño de Villa Crespo, propiedad de la partera Gregoria Agra de Pasini, que junto a su colega Francisca Ofelia Pintos Lemos, llevaban adelante el emprendimiento. Este mecanismo se repite en otras partes del país.
A esta transacción, en la que algunos aumentaban su contabilidad, la llamaban “acto de amor”
En Pico las víctimas en general eran mujeres jóvenes de origen humilde, con posibilidad de tener más hijos; muchas de ellas vinculadas al trabajo doméstico (hay casos de embarazos por los mismos empleadores, como el de Arteche que da a luz a Peinado, mencionado anteriormente) u oriundas de pueblos rurales. Acompañadas por integrantes de esta red, las llevaban a parir a clínicas privadas -o a las mismas casas de las parteras que, además, prestaban su hogar cuando las mujeres venían del interior o durante los últimos meses de gestación para ocultarlas en los casos que el embarazo representara una “deshonra”– cuya internación y gastos era financiado por la futura familia de crianza de la criatura por nacer. Una vez internadas, eran anestesiadas incluso en partos naturales. Al despertar, les informaban que su hijo había nacido muerto (si eran gemelos, solían darle sólo uno a la madre).
En paralelo, una pareja que no podía procrear se internaba en una habitación del sanatorio y esperaba. Cuando nacía, le entregaban el bebé y se dirigían al Registro Civil, donde se falseaba la partida de nacimiento para que la pareja figure como madre y padre biológicos. Hubo casos en que el Registro Civil abrió las puertas un día domingo, y otros en que se anotaba el nacimiento con muchos días de diferencia para que sea más difícil de encontrar la pista.
En Pico las víctimas en general eran mujeres jóvenes de origen humilde, muchas de ellas vinculadas al trabajo doméstico
Las parejas a quienes entregaban los niños eran de la misma localidad, del interior de la provincia o de otros puntos del país. Se repiten los casos de niños entregados en Buenos Aires, Córdoba y Santa Fe. En aquella época se acostumbraba ver llegar a dos personas que al día siguiente despedían la ciudad desde el auto con un nuevo integrante. Siempre había un nexo familiar o de otra índole cercana entre quienes tomaban el bebé y quienes lo recibían. Una cardióloga de la Clínica Argentina donde trabajaban los médicos en cuestión, que tenía una hermana que no podía tener hijos. La amante de uno de los doctores cuyo marido era el hermano de un hombre infértil. La amiga de la mujer de uno de los involucrados que deseaba desesperadamente maternar. Y así.
En los años 60 en Pico vivían unas 20 mil personas. En la actualidad unas 60 mil. La mayoría de los vecinos de esta pequeña ciudad sabían de los vicios de estas personas, ¿cómo fue posible que el emprendimiento durara por lo menos 33 años?
Más allá de que hay un sector de la sociedad que rechaza y repudia explícitamente la búsqueda de los apropiados por “manchar” el “honor” de los médicos, o con argumentos tales como que hay que ser “agradecido con la familia de crianza”, o que aprueba el robo de niños por considerarlo un “acto de amor”, hay otro sector mayoritario que mira para un costado, ¿por qué?
Para mantener un status quo, un orden establecido, hay algo más poderoso que la unión de las complicidades motivadas por simples intereses personales, porque cuando uno de estos intereses personales es afectado, el conjunto empieza a resquebrajarse. Para mantener la “hegemonía” es necesario tener consenso en la sociedad y buena imagen: siempre el mejor negocio es ser amado. Y los doctores que encabezaban la red de tráfico eran maestros en el arte de las relaciones públicas.
Tenían fama y renombre más allá de su esfera íntima, eran admirados y aplaudidos por el entorno que los idealizaban y observaban como sujetos superiores al común. Gracias al carisma que tenían, se comportaban como celebridades y, se sabe, a las celebrity no les entran las balas, se les perdona todo.
Se destacaban por el aparente altruismo de atender pacientes a deshora, concurrir a sus domicilios, hacer favores, ser amables. En una extensa nota del portal Infopico en el que se describe la “intachable” trayectoria de Carlos Broggi, publicada el día que tomó la determinación de suicidarse tras verse desbordado por las acusaciones públicas, el pediatra deja declaraciones que son revelaciones de su personalidad encantadora y de su estrategia para llegar a serlo.
“Me fui haciendo conocido y querido, así me empezó a ir bien”, comienza diciendo. “Cuando terminaba de trabajar recorría el pueblo casa por casa para atender los casos más complicados”, asegura.
Además, en invierno a Broggi le parecía de “hereje” sacar a los chicos con fiebre de la cama, así que él mismo iba a visitarlos. “Ni hablar de los chicos discapacitados a los que nunca abandoné”, cuenta sobre su propia labor y aclara: “Después el exceso de trabajo hizo que no pudiera seguir, no es que no quisiera”.
Siempre el mejor negocio es ser amado, y los doctores que encabezaban la red de tráfico eran maestros en el arte de las relaciones públicas
En la nota, reconoce que Víctor Vidales -otro de los médicos que conformaba la red- fue su “maestro” y, curiosamente, explica que la obtención o no de nuevos pacientes se basa en los poderes de seducción que uno tenga sobre la otra persona. Dice, jocosamente, Broggi: “Era casi imposible sacarle los pacientes a Vidales, porque tenía todas las condiciones, además de inteligencia, perseverancia y conocimiento, no dejaba flanco libre como para que un paciente se tentara conmigo”.
En otro tramo de la nota, Broggi cuenta cómo hizo para conservar a sus pacientes: “Como me costó conseguirlos fue como los cuidé, con vocación, devoción, cariño, entrega. Nadie puede reclamarme que no le di todo lo que podía darle”, enrostra. También afirma: “Hay momentos que tengo libres y paso a saludar a fulano de tal, que fue de mis pacientes más queridos, o que sus chicos los atendí hasta grandes y eso me llena de placer”.
Después, en un exceso de autocomplacencia, dice: “Como dice la Madre Teresa, ‘uno tiene que dar hasta que duela’, y yo dí hasta que me dolió. Uno siempre vivía con congoja porque siempre un internadito había”, lamenta.
Él mismo destacaba su “entrega desinteresada”: “Me llena de indignación, es muy triste enfrentar al familiar de un enfermo ante un traslado y hablarle de dinero”.
Tenían fama y renombre, eran admirados y aplaudidos por un entorno que los idealizaban y observaban como sujetos superiores al común
Más adelante, vuelve a echar en cara: “Puedo nombrar por lo menos 20 pacientes de Pico y la zona que los he llevado a Buenos Aires, a veces en mi vehículo personal, ambulancia o avión, y jamás les cobré un peso, el pago era un agradecimiento y un abrazo”. Y finaliza: “El médico cura con los remedios, pero más con la presencia y con el cariño que uno le pueda demostrar al paciente y sus familiares”.
¿Cómo la pequeña sociedad piquense podría haber incriminado a una persona tan bondadosa y agradable? Hasta el fiscal que tuvo fugazmente la causa por sustracción de identidad antes de derivarla a la Justicia Federal por considerarse “incompetente”, fue paciente de dicho pediatra y recibió caramelos en su consultorio cuando era un niño.
No solo Broggi fue reconocido en los medios de comunicación sino también Víctor Vidales, su maestro, mencionado anteriormente, a quien el Concejo Deliberante lo declaró “Ciudadano Honorable” de General Pico, por su “conducta ética, su férreo espíritu de trabajo y su compromiso con el ejercicio de la medicina”.
Gracias al carisma que tenían, se comportaban como celebridades y, se sabe, a las celebrity no les entran las balas, se les perdona todo
De modo que se concluye que fueron tres patas las que conformaban la red de tráfico de bebés que operó en General Pico entre 1962 y 1995:
La pata profesional, compuesta por médicos, parteras y enfermeras, que eran quienes llevaban adelante el proceso de parto y de entrega, donde hay una mirada lucrativa y delictiva, ya que había dinero de por medio y había una conciencia clara del delito que se cometía. Si bien por el momento Revista BIFE no lo ha confirmado, en algunos casos también se comenta la existencia de religiosas que frecuentaban los hospitales y habrían sido el puente del niño entre una familia pobre y otra adinerada.
La pata civil, que es la práctica naturalizada de la sociedad, del vecino, que mira para un costado o considera una buena acción el hecho de cometer apropiación de la identidad bajo el supuesto de que ese niño va a tener “una vida mejor”. También acá aparecen las familias de crianza, que ante la imposibilidad de procrear, cometen el delito.
Y la pata jurídica, porque -pese a las pruebas- todas las denuncias quedaron en “la nada” y cada una de las causas prescribieron. Acá se complementa la discriminación institucional de brindar garantías solo para aquellos niños y niñas que fueron apropiados durante la última dictadura militar, dejando en la soledad a aquellas personas víctimas de sustracción de la identidad a manos de civiles; con la mirada clasista, ya que en muchos de los casos que se describirán en próximas entregas, la justicia afirmaba que en algunas de estas situaciones no había delito porque muchos eran “actos de amor”.
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