-¿Qué hacés con eso? (el hombre serio, sorprendido).
–Es Pascuas, Marcelo, no podemos llegar con las manos vacías.
-A ver… 1.500 pesos cada huevo, están locos. Dejalos ahí.
–Nunca pasamos Pascuas sin huevos para los nenes.
–Llevá uno.
–Pero tenemos tres nenes, Marcelo, y la diversión de ellos es andar cada uno con su huevito en la vereda con los otros nenes, ¿cómo vamos a llevar uno? Sería peor que no llevar.
-Ya sabés que no tengo un peso.
El terrible diálogo del huevo de Pascuas lo escuché en el Changomas de la Circunvalación, ayer viernes, en la cola para pagar, rodeado de brevísimas ofertas, sugestivos estantes que se colocan en el último trayecto de las compras, cuando uno espera en la fila junto a sus bolsas y tiene tiempo para observar, tocarse el bolsillo y reflexionar: “Ma si, la vida es ahora, mirá que no voy a poder llevarles unos huevos a los nenes”.
Nunca pasamos Pascuas sin huevos para los nenes.
–Dejalos ahí. Después vemos– concluyó el hombre, mandíbula apretada, visiblemente humillado, flaco pero panzón, pantalón y buzo manchados, aparentemente un trabajador de la construcción o un pintor, y la mujer, una jovencita de 25 años, dejó los inaccesibles chocolates envueltos en un papel brillante, se apartó de la fila y se fue, con expresión ausente, a esperar afuera del supermercado, mientras su hombre, sin mirarla, estiró el brazo y comenzó a depositar los productos que iba a llevar: una lavandina, seis leches, un paquete de arroz, uno de fideos y uno de polenta, unas latas y una rejilla.
Me fui pensando en la increíble similitud de esta situación con una crónica de Roberto Arlt escrita en el diario Crítica en el año 1928. Era diciembre de finales de la década del 20 en Argentina, se acercaba la navidad y el periodista publicó una de sus aguafuertes en la que reproduce el “patético” diálogo de una pareja que no puede comprar el pan dulce para las fiestas, para que sus hijos, como todos los vecinos, puedan ir a la puerta con un pedazo en la mano, porque “vos sabés cómo son los chicos; aunque no quieran, miran con ganas”.
–Cierto, miran con ganas- dijo el hombre de Arlt
–Y vos sabés cómo son los chicos…, sufren y no dicen nada…– siguió aquella mujer.
–Es así…, pero no hay plata…, no hay, m’ija. Fui a pie al centro. Estoy fumando puchos viejos. Maldito gobierno– refiriéndose al segundo gobierno de Yrigoyen, hace casi un siglo atrás.
‘Dejalos ahí. Después vemos’, concluyó el hombre, mandíbula apretada, visiblemente humillado
En 1928 en Argentina todavía no se había sancionado la ley 11.544, que establecía que la jornada laboral no podía superar las 8 horas diarias o 48 semanales. Si bien al año siguiente (1929) se sancionó (excepto para el sector agrícola, ganadero y del servicio doméstico), no fue hasta el ascenso de Perón en 1943 (como secretario de Trabajo) y durante su primera presidencia (entre el 46 y 52), que los trabajadores -ya organizados sindicalmente- no gozaron de verdaderos de derechos (aumentos salariales, vacaciones, aguinaldo, etcétera). Trabajar para vivir, gozar y volver a trabajar.
Antes de esa época, en la que se destacó Roberto Arlt como periodista y escritor, se trabajaba para sobrevivir: las jornadas laborales se extendían a 12, 14 y hasta 16 horas, por un mísero salario que alcanzaba apenas para sobrevivir. Entre esa década, que se denominó “década infame” o Restauración Conservadora (1930-43) el tango, la literatura y otras expresiones artísticas estaban pobladas de estas situaciones tristes del hombre y la mujer de a pie: trabajar honradamente y seguir siendo pobre.
Como si 100 años no hubieran pasado, hay un hilo que conecta la realidad planteada por Arlt en “El pan dulce del cesante” con la patética conversación de esta joven pareja santarroseña en el Changomas.
Trabajar para vivir, gozar y volver a trabajar
Él áspero y ella dulce. Él ávaro y ella generosa. Él acaso pensando en los litros de sangre que dejó en el trabajo para que todo el esfuerzo se evapore de pronto, con el letal sonido de la caja registradora al pasar tres míseros huevos de chocolate. Y ella quizá graficando en su frente los ojos de sus hijos correteando en la vereda con sus huevos, pensando que en el fondo solo soporta esta desgraciada vida por una sonrisa de ellos.
Diálogo ficticio de la pareja de desgraciados
(Ya en la casa, en un barrio de Santa Rosa. La chica revolviendo una olla con fideos. El hombre sentado frente al televisor, cambiando canales)
–Pedile algo de dinero a tus viejos, Marcelo.– Cortante.
–No. Después me lo echan en cara. No quiero.- Maquinalmente, cambiando canales.
-¿Es más importante tu ego que la felicidad de tus hijos?– Recurriendo al golpe bajo.
Los huevos de Pascuas llegaron con aumentos de entre 40 y 70 por ciento. Según un relevamiento del Instituto de Estadísticas del Defensor del Pueblo (Inedep) entre 2019 y la actualidad estos productos aumentaron entre un 230,61 por ciento y un 415,56 por ciento, según la marca y la calidad. El huevo de 110 gramos es el que más subió desde que llegó la pandemia. Hace poco más de dos años costaba 225 pesos en promedio y hoy está en 1.160 pesos de promedio. El de 700 gramos subió un 301,95 por ciento, según el relevamiento de la entidad. Pasó de 770 pesos a un promedio actual de 3.095 pesos.
Él acaso pensando en los litros de sangre que dejó en el trabajo para que todo el esfuerzo se evapore de pronto
–Te dije que a mis viejos no. Tiene que haber otra manera.
–Le pedimos fiado al Ruso y la Negra del almacén.
–Ya no fian más, si nadie les paga.
Con el último índice inflacionario y los sueldos estancados, cada vez son más los trabajadores que caen en la línea de la pobreza. En este contexto, cumplir con los ritos familias se vuelve una tarea compleja.
–Podemos comprar unos artesanales, los chiquitos, sin sorpresa.
–Vos sabés bien que para los nenes la sorpresa es más importante que el huevo.
–Bueno, voy a pedirle una ayuda al jefe. Pero esta semana tendré que trabajar el doble.
–Bueno, gordo. Yo te ayudo en todo. Ya sabés, es por los nenes.
-Sí, por los nenes
Este último diálogo es ficticio pero no por ello menos real. Es una disputa que estalló este fin de semana en muchos hogares acostumbrados a cumplir con las exigencias básicas de los rituales familiares. Es un drama que se vive en muchos hogares que están pasando una Semana Santa sin resurrección.
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