El día que el dr. Pérez Oneto le salvó la vida a un joven idealista

Se respiraba un aire fresco y confortable ahí dentro. Bruno levantó la mirada y se detuvo en la nariz de su dermatólogo, que caía como una cascada. Sostenía una birome elegante. La utilizaba para trazar los pliegues de su nombre sobre una orden, con delicadeza aristocrática. La P de Pérez era grande y pronunciada al igual que la O, de Oneto. Con una caligrafía prolija y trabajada, escribió Máximo. MÁ-XI-MO.

Todo su consultorio tenía clase. De las paredes salía una música suave, clásica, que calmó a Bruno por un momento. Se olvidó en dónde estaba. En los estantes detrás del médico había libros y una pequeña escultura griega. En una de las paredes, un cuadro con una frase en Latín. Pérez Oneto tenía el pelo engominado y perfecto. Cerró su firma con un punto y levantó la mirada. Bruno tenía los hombros hundidos, los pies entrecruzados, las manos sobre los muslos, los ojos en el piso. Ahí reposaba su vergüenza.

-Bruno, ¿qué te pasa?- preguntó Máximo Pérez Onetto, el primer civil condenado por colaborar con los militares ejerciendo de médico durante las torturas.

-Tengo como unas manchitas- susurró el joven guevarista, militante del Movimiento Pampeano por los Derechos Humanos.

-¿Unas manchitas?

-Unas manchitas

-¿En dónde?- preguntó Pérez Onetto y agarró su birome.

Siete días atrás Bruno estaba en la Costa Atlántica disfrutando de la arena y los choclos con manteca. Una mañana en el hotel mientras se sacudía el aparato descubrió unas manchitas insistentes. Intentó negarlo pero las manchitas cambiaban de intensidad según la hora del día: se prendían y apagaban como luces de un árbol de navidad.

Bruno venía de una madrugada inolvidable en la que el universo -eso creyó él- finalmente había conspirado a su favor. Salía del Jockey, regresaba a su casa caminando semi-derrotado como suele caminar pateando piedrias por la vereda cuando le llegó un mensaje de una jóven que lo invitaba de inmediato a su casa. Al poner el maps se dio cuenta que estaba exactamente frente a esa casa de dos pisos. “No puede ser”, se dijo y tocó la puerta. La puerta se abrió y fue abducido por dos muchachas que lo atacaron sexualmente.

Bruno regresó a su casa a las 11 de la mañana. Unos días después sintió cierta humedad, pero no le dio importancia. Luego descubrió unas aureolas en el boxer y confirmó que su pene le goteaba como un caño roto. Al día siguiente y bajo un terrible sol de enero Bruno caminó hasta el hospital Evita y le inyectaron penicilina. Tenía gonorrea. Se curó y agradeció a la Salud Pública pampeana por la celeridad y la eficiencia para erradicar su penoso drama. Le pidieron sin embargo un estudio de absolutamente todas las posibles enfermedades de transmisión sexual pero Bruno, como suele hacer, negó el tema.

Hasta que aparecieron las manchas insistentes en la Costa. Se preocupó. Llamó a todos los dermatólogos de Santa Rosa pero no había turno, estaban de vacaciones. Solo lo atendió la secretaría de Máximo Pérez Oneto, el médico de la dictadura, el profesional de la salud que él mismo escrachó en manifestaciones del Movimiento Pampeano por los Derechos Humanos cuando se desarrollaba el juicio por la SubZona 14. Aceptar ese turno iba en contra de sus convicciones, ¿darle trabajo a un cómplice de la dictadura? Jamás…

Pero ahí estaba Bruno, camino a la lámpara ubicada un metro atrás suyo en el consultorio. Se levantó y se tocó el cinturón para desabrocharse y bajarse el jean. La luz era fuerte bajo el foco y le incendiaba el pito. Pérez Oneto se puso los anteojos, le pidió que dejara al descubierto la cabeza. Se inclinó frente a él y con una pinza movió el pene para un lado y para el otro, para arriba y para abajo. “Quién lo hubiera pensado”, se dijo Bruno, disfrutando de la música clásica que salía de las paredes. 

“Pero estos no son hongos”, comentó el dermatólogo mientras examinaba el pequeño falo.

Bruno no respondió.

“Estás son cicatrices”.

Otra vez sentados frente a frente, Pérez Oneto le explicó que lo que tenía era un resabio de otra cosa, una huella, una cicatriz.

Bruno titubeó. Le había mentido a un represor. El exagerado militante por los DDHH se sintió como si estuviera en un interrogatorio y, con la mirada en el piso, confesó que en realidad le habían puesto penicilina porque el miembro le lloraba, le goteaba como un caño roto. No mencionó la palabra gonorrea.

-Tuviste gonococo- dijo el médico con absoluta naturalidad-. Te voy a dar una cremita para las manchas y te voy a encargar un estudio de todo, ¿te parece?

-Sí- respondió Bruno con insoportable congoja.

Si bien internamente lo negó, en ese momento un oscuro pensamiento sobrevoló su cabeza: “Qué fácil hubiera delatado a mis compañeros de haber vivido en los 70”. Pero Bruno nació en 1992 y acumulaba unos 10 años de fervor militante sobre todo en redes sociales.

Estuvo unas semanas con un ruido molesto en el bocho por haberse sentido tan confortable y tranquilo ante los ojos aparentemente comprensivos de Máximo Pérez Oneto. Paradójicamente, ese encuentro le cambió la visión del mundo. Empezó a separar la vida pública de la privada, y la política de las relaciones humanas. Poco a poco fue virando hacia un liberalismo porrero, un individualismo burgués con fuertes dosis de cinismo. Digamos: lo peorcito para la construcción de una sociedad más justa, etcétera.

Cuando recibió los estudios que le mandó a hacer su nuevo médico de cabecera ante situaciones íntimas, Bruno sonrió aliviado tras ver la palabra NEGATIVO en todos los casilleros. Campechanamente Pérez Oneto le dijo “viste, te dije que tenías que estar tranquilo”. Y Bruno levantó la mirada y lo observó con ojos de Obediencia Debida y Punto Final.

Antes de salir del consultorio, se fundieron en un abrazo.

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