En una ciudad donde la escena urbana gateaba entre micrófonos prestados y casas de amigos que hacen de estudio, Nadia (28) irrumpió con una actitud y una producción visual que descolocó. Metió mano a sus ahorros y se lanzó a realizar videos con un nivel que sacudió el estándar santarroseño. “Si lo voy a hacer, lo quiero hacer bien”, dice, esquivando el mandato punk. A eso le sumó una marcada impronta sexual y provocativa que, incluso, despertó cierto hate. Hoy, más alejada de las rimas y la cadencia trap, y más cerca de la estampa de una chica con ínfulas de rockstar, curte los escenarios sin renunciar a su esencia más transgresora y performativa. “Pocos artistas le prestan atención al vestuario o a la manera de moverse en el vivo. Es solo tener un poco, solo un poco de seguridad”, arriesga en diálogo con BIFE.
En su última fecha, en el marco del Festival Trinchera, en Jockey, donde abrió para Lonjazo y para una de las bandas más interesantes de la escena como lo es Llanura Espiral, Nadia apareció con mic en mano, una skin sadomasoquista y la decisión de azotar con estrofas. Lo hizo durante cuarenta minutos y sumó experiencia e imágenes para engrosar su espíritu y su perfil de Instagram.
En su faceta como compositora no juega a la calle impostada, pero sí habla de clase y de las fisuras de la vida real. Y no reniega al decir que lo hace desde la fragilidad. “Soy pizarnikeana”, admite. Y hay una línea subterránea que une sus canciones con Pizarnik. Y es la idea de que lo íntimo puede ser feroz si lo decís sin miedo. Sus canciones mezclan familia, amor desgastado, noches extendidas y fragmentos de vida que recoge en el aula, donde da clases a pibes del nocturno que cargan historias mucho más espesas que el humo de una sala de ensayo a las dos de la mañana.
Nadia no llegó desde la esquina, sino desde la biblioteca. Estudió Letras. Se recibió en pandemia, cursando finales encerrada en un departamento. Consumió rock como si fuera oxígeno, respiró del canon nacional que oscila entre Los Redondos y la escena barrial. Y, por otro lado, el hip hop le entró por contagio a través de amistades del palo del freestyle, competencias que empezaban a explotar y la fiebre de Acru.
Volvió a La Pampa con algo que rozaba la urgencia. Se rodeó de amigos y armó una banda; empezó a grabar canciones sin mapa ni estrategia. “Torpeza hermosa”, desliza. “La primera vez que canté con banda me salió tan mal que si hubiese querido hacerlo peor, no me habría salido”.
Podría haber soltado ahí, pero volvió. Y defendió cada show. Sostiene que la escena todavía “mastica lento” a las mujeres que arriesgan. “Si fuese varón, me tendrían coronada”, dice, y se ríe mientras fija la mirada en los hielos de un vermut que ya va por la mitad.
Su vínculo con la cultura Hip Hop arranca en Córdoba, casi de manera accidental. Iba a las competencias sin entender demasiado, pero con la intuición de que algo importante sucedía. “Sí, era acercarnos a las compes y ver qué onda. Era todo muy nuevo también. Pero sabíamos que había algo que estaba pasando ahí”, cuenta.

Ese primer contacto fue más de observadora que de participante, pero cuando volvió a la capital pampeana, la distancia se terminó. Subió a competir. “Cuando volví acá ese acercamiento se profundizó compitiendo…”, dice.
Poco tiempo después apareció ante los ojos de Nadia otro costado del freestyle, y comenzaron los cuestionamientos internos.
“En el mundo del freestyle hay mucho abuso de poder. Mucho”, afirma sin rodeos. “Y está tan naturalizado que a veces ni te das cuenta hasta que ya estás adentro. Muchas pibas entran buscando un lugar y hay gente que se aprovecha de eso. No solo en lo artístico, en lo personal también”.

–¿Como militante feminista sentiste necesidad de acompañar esas denuncias sobre esos comportamientos?
-Bueno, claro. Yo me formé en espacios feministas. Ahí aprendí a poner límites, a decir que no, a no dejar pasar ciertas cosas que en la cultura Hip Hop todavía se normalizan.
-Volviendo a la música y al lanzamiento de tu primer video, ¿te afectó el hate de parte del público femenino?
-No sé, no estoy segura de que haya sido así, de que haya habido hate.
-Bueno, algo hubo…
-Quizás a mí no me llegó, o no me llegó al punto de que me afecte. Creo que es parte del costo de ser mujer, y nosotras también tenemos que acostumbrarnos a tener conciencia de que formamos parte de la escena.
-Hoy hablabas de tu fragilidad, ¿creés que el hate, de llegarte de manera directa, te afectaría?
-Nunca me bajaría de algo que me apasiona, como es la música, por recibir críticas o bardeo. De eso estoy segura.
EL PORVENIR
En pleno proceso de grabación de su primer disco y con un par de fechas confirmadas, Nadia no se distancia de sus objetivos. Estudia producción, armonía y teoría. “Quiero ser música”, dice. “No intérprete, música”, remarca, mientras el vermut llega a su fin.
Para llegar a esos objetivos, Nadia se apalanca en todo lo que la formó. Desde el feminismo que fue tierra fértil para las inquietudes ideológicas de una piba que tenía 18 años hace una década; el esfuerzo de un padre que buscaba laburos extras para bancar sus estudios; las lecturas que le ordenan la voz, y hasta las noches en las que corrige trabajos institucionales o textos de escritores pretenciosos. Todo rubricado por la seguridad de que lo frágil y provocador también son lugares de pertenencia.


