El filósofo Étienne Souriau veía al mundo como una coreografía en un flow infinito. “Pequeño galope del caballo, que golpea la tierra al ritmo del anapesto…”, escribió, dejando ver que moverse no es solo cambiar de lugar, sino crear sentido. En ese vaivén se juega algo más que lo físico: una pulsación estética que atraviesa la danza, el cine, la escultura, cualquier arte donde haya vida y ritmo.
El movimiento, entonces, se vuelve palabra y gesto. Es el lenguaje con el que el arte respira, un puente entre lo sensible y lo simbólico, entre lo que se ve y lo que se siente. En un circuito musical que se ha achicado, porque los locales para tocar se cuentan con los dedos de una mano y aun así los aforos se llenan de los que tienen que estar, porque además también entienden que es una manera de ponerle el cuerpo a los tiempos que corren de este panóptico digital que estamos inmersos, y de salir a sacudir un rato la abulia a veces para salvaguardar la salud mental.

Mi primer acercamiento a Paraninfos fue en 2011 en el Viejo Villo -hoy Jake al Rey-. Pasó mucho tiempo, varios integrantes, y finalmente en su última presentación lucen renovados y mucho menos apáticos, desmarcandosé del lastre de la no pose y resolviendo como una onda expansiva de amplitud modulada.
Personalmente, me entusiasma cuando en este caso hay una búsqueda de experimentación, de nuevos paisajes y mutaciones. El rock debe ser siempre inquieto.
—¿Qué cambio entre Sedantes para los cielos -primer disco de la banda- y este último trabajo?
León (guitarrista y vocalista): “Sedantes fue nuestra primera experiencia en estudio con una idea clara de preproducción, producción a fondo y un trabajo de ensayo minucioso. Fue un gran salto poder trabajar con Javier Oros en la mezcla; nos enseñó muchísimo sobre el trabajo en estudio. También escuchamos y escuchamos los demos grabados muchas veces sin la voz como sistema compositivo. Con Los Mares Ausentes decidimos dar un paso más: trabajar con un productor, Mauri Ponce, y renovar la apuesta. Involucramos otro oído, nos abrimos a descubrir cosas nuevas. A veces, cuando componés, terminás eligiendo caminos cómodos; pero en este proceso, los arreglos fueron apareciendo de manera espontánea. Así dejamos de resolver las cosas como siempre lo hacíamos, y eso nos permitió encontrar una nueva forma de hacer música”.
Ahora, después de más una década, el sonido de la banda se mueve en un territorio sin miedo al roce del goce: guitarras que pueden ser filosas o líquidas en esa búsqueda versátil que dan los pedales, voces que bordean la confesión, una rítmica que golpea más por convicción que por estridencia. Paraninfos transita hoy, con esta formación, una zona donde el rock todavía se siente vivo, pero se deja atravesar por atmósferas, ruidos, capas, secuencias. Y es en el vivo donde todo eso cobra sentido. En estudio las canciones parecen maquetas; en vivo ganan gain porque se vuelven animales, se estiran, se deforman, vuelven distintas y se completa lo físico.
Groove Narcótico
El viernes de 7 noviembre en Ruda ingresan al escenario en fila india, irrumpen el aire del local vestidos con mamelucos futuristas, al mejor estilo Devo o Los Encargados, generando un impacto inmediato con su propuesta. Posteriomente, León me dice que “hay un gran disfrute en la producción de los shows”. Y es que tienen todos la misma jerarquía en pos de construir un show cuidado en la totalidad de la estética y en el sonido de canciones, y finalmente lo más importante está en la conexión emocional como vehículo. Una canción puede comenzar tímida, casi íntima, y terminar en un estallido donde cada persona se reconoce en algo común, aunque no lo pueda nombrar.

Es una comunión rara, una tensión entre lo suave y lo que arde. Quizás, esto tenga que ver con la salida de Raulo Alarcón y la incorporación de Adrián Berbera (bajo), y el ingreso de Mauro Forte en guitarras, teclas y voces.
— ¿Sienten que ahora en el vivo entienden quiénes son?
Sí, creo que desde hace un tiempo a Paraninfos se lo asocia con la idea de ofrecer shows que van más allá de lo musical. Es algo que nos gusta hacer: cuidar cada detalle, desde la vestimenta y el decorado hasta el uso de visuales y la iluminación. Eso también somos nosotros.
Además, la respuesta del público crece en cada presentación, y las charlas después de los shows se vuelven cada vez más valiosas por las devoluciones.
La banda sabe que su propuesta está en construcción permanente. Además, no buscan sonar “perfectos”, buscan sonar enteramente propios. Y esa búsqueda no es un extremo al que se llega, sino un estado en el territorio que se habita. Como un ensayo largo que nunca termina. Una identidad que se afianza no por fijarse en las formas, sino por transformarse.
— ¿El último EP lleva algo de diario íntimo y algo de crónica urbana en busca de lo trascendente?
Las letras reflexionan sobre un concepto muy presente en Los mares ausentes y en Paraninfos: la constante transformación del ser. El personaje atraviesa diversos estadios —del epitafio al recuerdo, del paso hacia el otro lado— entendidos no solo como vida y muerte, sino como un proceso continuo de cambio. Esta idea se vincula con la búsqueda sonora y la canción nunca escrita, símbolo de una creación latente. Finalmente, plantea una actitud vital: disfrutar cada experiencia y avanzar con tenacidad en la construcción de un universo onírico propio.
Lo personal nunca se separa del mundo que arde alrededor: hay memoria, hay preguntas, hay ruido y hay deseo. La instrumentación, por su parte, se mueve en esa tensión entre precisión y caos: nada sobra, pero tampoco nada está demasiado controlado todo están en su lugar. Siempre hay un margen para el accidente, para el temblor, para lo que aparece cuando la música deja de obedecer.
En un momento crítico donde pareciera que todo se juega en los algoritmos, tendencias, estímulos fugaces y cinismo amargo. Paraninfos, finalmente, insiste en el encuentro real. En la sala, en el boliche chico, en el escenario apretado donde los cables se cruzan con las miradas. Insisten en la música como un lugar de verdad, aunque sea una verdad momentánea.
LA UTOPIA COMO RAÍZ
Hay bandas que no se conforman con tener bocha de canciones, grabar y subirlas. Hay bandas que antes necesitan armar un territorio. Naturaleza Utópica, quienes abrieron el show de Paraninfos, está en una búsqueda que no se apoya solo en la música sino en una forma de estar en el mundo. Algo sencillo, quizás, pero nada fácil: hacer que la música vuelva a ser encuentro.
Desde el vamos me llamo la atención la potencia de su nombre que trasciende su propio significado y se convierte en un concepto por sí mismo; todo eso me hizo pensar sotto voce, lo que decía la escritora de ficción, utopista y humanista por excelencia, Úrsula K. Leguin “Tener raíces, no enemigos”, en el libro “Más vasto que los imperios y más lento”; la idea de una sociedad que no necesita enemigos es aquella que ha superado la dialéctica de la confrontación (nosotros versus ellos).
Con la impronta de Girl Power que aporta su vocalista Micaela Romero, la propuesta de Naturaleza Utópica se distingue por su fuerza sutil, lejos de la estridencia, pero cargada de autenticidad y sensibilidad. No necesitan el golpe frontal ni el truco del shock. Su potencia es más lenta. Los temas comienzan casi tímidos, como si la banda estuviera tanteando el espacio, probando la temperatura emocional del lugar.
“Solferina”, el último single lanzado, aborda la lucha íntima contra la depresión y la fragilidad de la salud mental. La canción retrata la sensación de estar perdido, envuelto en el ruido interno y la oscuridad que caracterizan estos estados. Llega un momento en que, a través de la persistencia y la búsqueda incansable de la propia voz, el universo se reordena cuando encuentran la frecuencia justa, el punto exacto de resonancia entre el caos interior y el mundo exterior.
“Creemos mucho en la idea de transformar, siempre que se pueda, las experiencias, malas u horribles en algo que nos juegue a favor, en algo positivo”, dice Micaela.
.“Yo, personalmente, luché toda mi vida con esto de ser rara, y siento que este momento que estamos viviendo también les toca a mis amigos desde distintos lugares, porque a cada uno le pasan cosas diferentes y ninguno es igual al otro. Pero aprendimos a usar esas experiencias que en otros momentos pudieron haber sido muy negativas a nuestro favor, a transformar lo horrible en algo bueno, y eso tiene mucho que ver con animarse a hablar de lo que nos pasa. En lo personal, hoy me encanta ser rara”, agrega.

No hay consignas, no hay sermón. Todo se dice desde la sensación, y de lo vivido como quien comparte un secreto que en realidad todos ya sabíamos, pero nadie se animaba a nombrar. Frecuentemente, la única opción es asumir la responsabilidad. Toca cargar la mochila y tomar la iniciativa de hacerlo o decirlo, simplemente porque nadie más lo está haciendo. La última tocata en Ruda la sala acompañó como quien sostiene una fogata en la noche.


