El colectivo que no frena: entre baches y resignación, un viaje al silencioso colapso del transporte urbano de Santa Rosa

La lluvia y la niebla tienen mala prensa, en realidad son bellos fenómenos meteorológicos que fueron estigmatizados por los eternos inquilinos del lugar común. En cambio, los días que deprimen, donde comienzan a germinar las ideas más neuróticas, acontecen cuando se forma una trilogía siniestra: calor, viento y tierra. Y este era un día de esos.

En la parada de 25 de Mayo y Lagos, a las 12.45 horas, un martes que de ser más típico sería de pura perversidad, el viento seco golpea en las cabezas gachas de tipos y tipas desparramados como hormigas alrededor de una garita mientras miran celulares y esperan una de las líneas más concurridas y problemáticas de la ciudad. Entonces un ansioso pregunta:

-¿Ahí viene uno?- Y todos cogotean.

Pero era otro colectivo que bajo un sol lechoso se ve a la distancia doblar en una esquina. Todos vuelven a lo suyo, a la espera agria, a la pasividad inerte, aunque más ansiosos, más erosionados. 

Ocurre que el transporte urbano es la principal causa de envejecimiento de al menos el 10% de la población santarroseña que de forma cotidiana recurre a las escasas 21 unidades de colectivos disponibles (siete unidades están totalmente fuera de servicio). 

Un deterioro largo y sostenido por falta de mantenimiento que se profundizó en los últimos tres años cuando el servicio de transporte pasó a manos del municipio, está tensionando la espiritualidad de los ya tensionados usuarios que, a esta altura, asumen “viajar como ganado”.

Según denunciaron recientemente concejales opositores, este deterioro no es casualidad porque los colectivos se adquirieron usados “modelo 2014”, es decir, “unidades que fueron utilizadas por otras empresas y que fueron descartadas”. 

Lo cierto es que los bondis se rompen, “sobre todo la carrocería y los frenos”, me dirá luego el chofer de esta línea que pidió no ser nombrado. “Ya de por sí son viejos, y ahora están todos podridos. Si no me crees, mirá”, y saca la mano del volante para señalarme bordes burbujeantes, marrones y amarillos, bordes carcomidos por el paso del tiempo, olvidados, con visibles crisis existenciales, bordes que te devuelven la mirada para recordarte lo que ya todos sabemos.

¿Qué ocurre en la práctica? Las unidades son escasas y se rompen, de modo que nunca están todas simultáneamente en funcionamiento. Los colectivos se abarrotan de buenos y correctos cristianos que solo buscan cumplir con sus deberes de la forma menos humillante posible. 

Al llenarse, los choferes no pueden detenerse en todas las paradas. Muchas veces los mínimos santarroseños no llegan al laburo o llegan tarde, les descuentan el día; los estudiantes de secundario faltan o llegan tarde a la escuela, muchas de las cuales no dejan ingresar a sus alumnos después de hora… Se desorganiza la vida. 

La línea que esperábamos se está acercando. Una pareja de individuos que están a pocos meses de abandonar definitivamente la juventud, se preguntan si suben a “este” porque “el 8 no pasó”. Una joven profesora de Artes Visuales, casi filosófica, me comenta: “Todo un arte andar en colectivo en esta ciudad”. 

Ahora que asumió Alfredo Carrascal, urbanista, cooperativista y temerario, a dirigir el fierro caliente del EMTU, se genera cierta expectativa entre los trabajadores del bondi. O por lo menos así lo deja entrever nuestro chófer, que le dice al cronista de BIFE: “Parece que van a intentar hacer algo ahora, porque el anterior no servía ni pa’ mierda, nunca estaba y no sabía un carajo de nada”.

Suben entonces los pasajeros. Las viejas y algunos nenes ocupan casi la totalidad de los asientos. Parados, con las manos levantadas pero no precisamente para tocar el cielo sino un caño transpirado, se sostienen mayormente adolescentes. Mochilas deshilachadas entorpecen el tránsito de algunos viejos rencorosos que miran hacia el piso donde acaso se ubique la vergüenza. 

Y el chófer, un tipo biológicamente joven pero con notables rasgos faciales de estar curtido en estos menesteres. Apenas el cronista ingresa, se arquea a su lado para avisarle de su tarea, el otro parece gruñir. 

Hosco como un erizo, el profesional del volante se fue soltando con la charla. Al principio hizo todo lo posible para humillar al cronista. Cuando se le hacía una consulta, glacialmente el otro en medio del bochinche urbano respondía en un susurro y había que descifrar las frases a través del espejo retrovisor. 

Con el tiempo y cada vez más el chófer utiliza antes de ingresar a su trabajo el traje de la indiferencia, con anteojeras que miran solo hacia adelante, a la calle agrietada repleta de baches, que provocan severos daños y dejan fuera de servicio a los mastodontes rodantes de 20 toneladas donde entran entre 80 y 90 pasajeros apretadisimos. 

El bondi está lleno y no se detiene en la siguiente parada. A la distancia se puede ver a un tipo mandarnos al sitio de donde nacimos y a una mujer realizar un ademán poético con uno de sus dedos. 

-Esto es de todos los días. Yo no puedo frenar en todas las paradas porque el bondi está lleno. La gente se enoja pero no entiende que no es culpa del chófer- comenta con un tono de voz más elevado y ordena a los despelotados pasajeros que ocupen todo el espacio del medio. 

-Hace 7 años estoy en esto y hace 7 años no se ha hecho ningún mantenimiento. Naturalmente los colectivos se rompen y la capacidad de transporte disminuye en la ciudad que se enquilomba y hace calentar a todo el mundo. Se arregla uno y se rompen dos, y así. 

Tal es el drama del transporte -ya sea por desdén o desidia-, que un par de chicos del colegio EPET se tomaron el trabajo de realizar una encuesta entre usuarios y de presentar un proyecto que detalla el recorrido virtuoso para intentar solucionar el problema. 

“Nos interesó el tema y nos pusimos analizar y elaborar un plan para abordar el problema entonces armamos un recorrido diferente de las líneas de colectivos, es un recorrido circular que en un punto de la ciudad se junta con la posibilidad de hacer un trasbordo”, explicaron. “Entonces todos pueden llegar en cualquier momento a cualquier punto de la ciudad… para brindar un servicio público y eficiente”, dijo Alex, uno de los chicos que presentó el proyecto. 

Echo otra mirada hacia el interior del bondi y me devuelven más miradas furtivas de jóvenes que adoptaron tempranamente la pose del hastiado. Un brazo gordo hace fuerza y abre apenas una ventana y los pulmones del bondi se inflan y respiran. Se escucha el ruido de ramas que chocan contra el techo.

También se ven viejos, viejos que antes usaban taxis pero que ahora no lo pueden costear, por ser la segunda ciudad que tiene los taxis más caros, después de Santa Fe. Cuando quise corroborar con el chofer esta observación brindada por distintos pasajeros, me dijo “en realidad no sé decirte porque ya no miro a la gente, te acostumbras, porque además a veces te putean, y no se puede vivir con mala sangre”.

El boleto aumentó demencialmente y el servicio empeoró, lo que da como resultado un batallón de vecinos irascibles, hombres y mujeres que pasan la SUBE con la mandíbula apretada. Muchos de estos no quieren pagar y es ahí cuando el chofer tiene que romper la estratégica burbuja clonazepaneada que fabricó como anticuerpo en su horario de trabajo y enfrentar a los pasajeros más zarpados.

“Me han roto hasta vidrios”, dice. “Se enojan a veces porque no los levanto o porque no los dejo pasar si no pagan el boleto, pero el boleto es un seguro. Si ocurre algo acá y no tiene el boleto, la culpa es mía. Ocurrió una vez con un colega que una vieja se cayó, no tenía boleto, y le embargaron el sueldo por no sé cuántos meses”, explica.

El colectivo sigue, se pasan de largo otras paradas y más individuos regalan miradas ortivas. Sin que uno se lo proponga, con el correr de los minutos uno se mimetiza con la sensibilidad del colectivo y rápidamente adopta la rigurosa cara de ojete del común. Más adelante se verán casitas con flamantes rejas en un sistema de seguridad que se completa con una cuadrilla de perros, también hay gallinas y tapiales abandonados a mitad de la faena como los soñados departamentos de la calle Gaich y Toscano, paralizada desde que se cortó el chorro nacional. 

Estamos llegando al final del recorrido y el chofer, más ameno que al principio, con cierta amargura por las condiciones actuales pero con la vitalidad y seguridad que provee el hecho de transitar por el camino elegido, de no vivir una vida impuesta, dice: “Te tiene que gustar para estar acá, y a mi me gusta. Es lo que elegí desde mis 21 años”. 

Y, con una de las frases más recurrentes de los últimos tiempos, que se escucha con insistencia en almacenes, verdulerías, paradas, lo que se dice “la calle”, nuestro chofer agrega: “Pero bueno, ¿qué va a hacerle?…No queda otra”.

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