Corría la década de los 60 y en General Pico unos cuantos jóvenes profesionales de la salud empezaban a abrirse camino en la localidad del norte, que despuntaba como el centro de la medicina pampeana. Para ese entonces ya funcionaba el Hospital Centeno, la Clínica Regional, la Clínica Argentina y, frente a la terminal vieja, la Clínica Pico. Pero también había una casona, propiedad de la señora Nélida Petreli, donde se prestaba el servicio de dar a luz. Junto a otra partera, la señora Marta Irrazabal, y los doctores Antonio López por un lado y Víctor Vidales por otro, se empezaba a conformar lo que más adelante sería un plan sistemático de robo de bebés.
Los entrevistados cuentan a este medio, a partir de la información que recopilaron en encuentros con testigos y con los propios involucrados, cómo fueron sus inicios en la profesión y sus prácticas más tempranas. La enfermera y partera Marta Irrazabal, por ejemplo, que tenía un aserradero en Caleufú y luego se instaló en General Pico, empezó a trabajar en el Hospital y en la Clínica Regional. Empleados de estos centros de salud aseguran que tenía una muletilla. Muchas veces cuando llegaba por la mañana a tomar la guardia solía comentarle a chicas embarazadas y humildes, generalmente provenientes de pueblos rurales, que esperaban su hijo con cierta indecisión: “Cómo vas a criar al nene vos solita y tan chiquita, con toda una vida por delante, por qué mejor no me lo das, y nosotros se lo entregamos a un familia que verdaderamente lo quiera y que va a estar bien”.
Tuvo, desde temprano, el vicio de realizar partos en su domicilio particular de la calle 22 y esquina 1 bis. Primero internaba a las mujeres en su casa durante días o semanas, pero cuando no podía o no tenía más camas disponibles, Edith Esther Prieto, su vecina, amiga y empleada, una suerte de “mano derecha”, ofrecía su hogar para atender a las embarazadas. “Cuando éramos niños e íbamos a la casa de nuestra tía, siempre había una mujer embarazada”, contó una de las sobrinas de Edith.
Una madrugada, a las 4 horas, Edith escuchó que le golpeaban su puerta. Era Marta Irrazabal. Hacía unos días le había pedido que cuidara de una beba hasta que una pareja de otra localidad la vaya a retirar. Pero los abuelos biológicos de la criatura se arrepintieron de haber entregado a su nieta y la querían de vuelta. “Quedate tranqui”, le dijo Marta a Edith, “que después te traigo otra gringuita”.
Cómo vas a criar al nene vos solita, por qué mejor no me lo das y nosotros se lo entregamos a un familia que verdaderamente lo quiera y que va a estar bien
Otro día la partera llamó a su vecina porque necesitaba una mano. Marta quería que Edith fuera su ayudante. En ese momento la precisaba en la Clínica Regional. Se deduce que fue esa clínica porque Edith tuvo que caminar por la calle 9 y luego subir un ascensor. Marta le entregó en sus manos un bebé envuelto hasta la cabeza y le dijo que camine disimuladamente por la calle 9 hasta que ella la alcance con el auto. A las pocas cuadras Marta apareció en el vehículo y Edith se subió. Luego Edith tuvo por unos días al recién nacido. Era la forma habitual de proceder para no despertar sospechas.
Cuando Marta no tenía el auto o la futura familia de crianza del niño que esperaba en su casa o en la de Edith necesitaba transportarse, el medio era un taxi. Acá hay un dato nuevo porque además de médicos, enfermeras y funcionarios del Registro Civil, también un grupo reducido de taxistas conformaban la red de tráfico de niños. Brindaban sus servicios cuando tenían que buscar a una joven embarazada en algún pueblo para llevarla a la casa de Irrazabal o a una de las clínicas, o devolvían a su localidad a la pareja con el nuevo integrante de la familia. Pero también estaban disponibles cuando Marta necesitaba ir a Buenos Aires.
Como esa vez que viajó a Capital Federal con dos bebés para entregarlos a los dueños de una empresa de Gamulan, transacción por la que recibió dos respetables tapados, prenda que le gustaba particularmente a la señora Irrazabal.
“Quedate tranqui”, le dijo Marta a Edith, “que después te traigo otra gringuita”
Además de ser una señora coqueta, elegante, siempre perfectamente peinada como salida de una peluquería, Irrazabal infundía respeto y, muchas veces, miedo -se dice también que era portadora de una seguridad plena porque en su momento hizo entrega de niños a dos militares y a un juez de General Pico, lo que le habría brindado protección-. Ese sentimiento -el del miedo- se formó en Edith el día que perdió su primer y último embarazo. Contenta por la noticia, Edith le informó de la vida que se engendraba en su vientre. La partera muy entusiasmada se ofreció para cuidarla durante el proceso de gestación. Todo marchaba bien hasta que Irrazabal le realizó un control. Edith de repente se descompuso y empezó a sangrar. Marta le dijo que en realidad no estaba encinta, pero después del sangrado no quedó embarazada nunca más. “Quédate tranqui que después te consigo una nena”, le dijo Irrazabal. Edith siempre creyó que fue ella quien le produjo el sangrado.
Todos estos detalles le contó Edith a un enfermero de la Clínica Argentina, llamado Alberto Gugliara (apropiado también), con quién Revista BIFE pudo hablar. Hace exactamente 8 años, Alberto estaba de viaje cuando Edith se lastimó la pierna y solicitó un profesional para que la cure. Un colega de Alberto no pudo detener la infección ni cerrar la herida, de modo que le pidió que se hiciera cargo de la paciente. A través de los días generaron confianza. La señora estaba en los últimos años de vida y precisaba sacar todo lo que tenía adentro. Habló durante 8 horas hasta quedar profundamente dormida, liviana como una mariposa después de sacarse la mochila de su vida. Una confesión sanadora.
Sentado sobre la cama, al lado de Edith que tenía la espalda apoyada sobre el respaldo, y frente al enfermero Alberto, estaba el “hijo” de Edith, que escuchaba por primera vez las verdades de su madre de crianza, lloraba y decía: “Mamá por favor cállate que vamos a ir todos presos”, pero Edith no cerraba el grifo de su boca ni dejaba de mirar a Alberto, quien cada tanto observaba con extrañeza al hijo (su futuro hermano de corazón), Ernesto Miranda.
Ernesto Miranda es hijo de Ernesto “Bocha” Miranda, un hombre muy reconocido en la noche del norte pampeano. Fue dueño de prostíbulos, regentaba mujeres que venían de otras localidades y ha tenido diversos encontronazos con la policía. Era uno de esos tipos “pesados”. Ernesto, su hijo, de niño vivía en una casona ubicada detrás del ex frigorífico Vizental, donde se preparaban a las mujeres antes de trasladarlas a los cabarets. La madre de Ernesto era una de las mujeres que el “Bocha” regentaba. Un día Edith, amiga íntima de “Bocha”, se acercó a la casona y, mientras Ernesto jugaba con una caja de vino, dijo: “Ese chico me lo llevo yo, vos traeme leche y un carrito”.
Por su parte, Antonio López, el dueño de la Clínica Pico, oriundo de San Luis, estudió en Córdoba y se calcula que llegó a General Pico a mediados de los 60. El primer caso documentado de denuncia por sustracción de la identidad en el que aparece López data de 1967. López, junto a otro doctor (que en próximas notas se contará su historia) se hizo conocido por practicar abortos clandestinos. Si estaba muy avanzado el embarazo, se intentaba convencer a la mujer para que entregue al niño. Hasta mediados de los 80 aparecen los casos de abortos con López de por medio.
En paralelo, Carlos Broggi y Osvaldo Medús estudiaban medicina en Córdoba, donde se conocieron. El primero se instaló en Pico en 1969, y el segundo poco tiempo después. Los jóvenes médicos, uno pediatra y otro ginecólogo, trabajaron durante 2 años bajo el comando de Antonio López en la Clínica Pico. Ahí se especula que se interiorizaron sobre las prácticas mencionadas. La relación laboral fluyó hasta que López y Broggi se fueron “a las manos” -según dijo el propio Broggi en un audio que posee BIFE-, pelea que se desató por opiniones contrapuestas en torno a la atención de un paciente. Broggi, entonces, renunció y más tarde lo siguió Medús.
La Clínica Regional tenía a los mejores médicos de la provincia, mientras que la Clínica Argentina precisaba de un empujón vital para posicionarse en el mercado de la medicina. De modo que le ofrecen el pase al carismático de Broggi y al intimidante de Medús, muchachos emprendedores que no tardaron en levantar el perfil de la Clínica Argentina, donde ya se destacaba el taciturno de Víctor Vidales, un hombre extremadamente religioso, respetable, serio y de perfil bajo, pediatra y “maestro” que marcó el camino de Broggi.
¿Pero en qué momento Broggi y Medús se posicionan como médicos importantes de Pico que les posibilita manejarse con soltura y llevar a cabo el emprendimiento ilegal que tenían? Cuando compran las acciones de la clínica que llamarán Centro de Especialidades Médicas (CEM), ubicado a 150 metros de la Clínica Argentina.
¿Cómo llegan a comprar las acciones estos dos jóvenes y ambiciosos médicos? Lo cuenta el propio Osvaldo Medús. En una grabación que posee Revista BIFE, se escucha al ginecólogo decir a un grupo de personas que buscaban su identidad que mediante un “chanchullo” consiguieron comprar las acciones de dicha clínica a un precio minúsculo.
Lo curioso del asunto es que el médico (de quien mantendremos la reserva a pedido de sus familiares) que entregó su clínica a Broggi y Medús a mediados de los 70, abandonó General Pico junto a su familia inmediatamente después de desligarse del sanatorio y no volvió más. Muchos años después, precisamente en 2017, año de mayor turbulencia mediática para los implicados (año en que se suicida Carlos Broggi), la “hija” de este médico (que era íntimo amigo de Víctor Vidales) a quien le compraron las acciones para constituir el CEM, se comunicó con los “buscadores” porque se enteró que era “adoptada” -al igual que sus dos hermanas-, que había nacido en la Clínica Argentina y que su partida de nacimiento había sido firmada por Osvaldo Medús, donde figuraban sus padres de crianza como padres biológicos.
Como el médico no tenía ni problemas judiciales ni problemas económicos, y estaba bien instalado en General Pico con una clínica que funcionaba, llamó la atención que se vaya de la ciudad. Si bien por el momento no hay nada corroborado, se especula, entonces, que el “chanchullo” (palabras textuales) del que hablaba Medús, fue un intercambio de favores: una beba para el matrimonio que no podía procrear a cambio de la venta a un precio “accesible” de la clínica que se llamará -hasta estos días- Centro de Especialidades Médicas. Esta familia se habría ido de Pico entonces para comenzar de 0, por el propio temor de que se descubra alguna verdad o por una extorsión.
En esa grabación Medús también cuenta que en aquel entonces era un 4 de copas, en palabras suyas, un verdadero “piche”, y que se estaba abriendo camino. Rápidamente lo logró, junto a su amigo y colega Carlos Broggi (quien antes de quitarse la vida se sintió traicionado por Medús, en una escena que se contará en próximas entregas, donde dijo: “No puede ser, el gordo me soltó la mano, el gordo me soltó la mano”), levantaron el prestigio de la Clínica Argentina, se pusieron al frente del CEM y se consolidaron como hombres queridos y admirados en General Pico.
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