Primer cuadro
En la zona norte de Bogotá (zona mejor posicionada económicamente) se ven homosexuales que caminan de la mano bajo un cielo eternamente nublado (acá siempre hay nubes a punto de reventar), heterosexuales que se abrazan y se besan antes de cruzar la calle -ella sostiene un paragua y en el cuello tiene un pañuelo verde pro aborto-, los autos se detienen y es momento de los peatones: tipos apurados miran el asfalto, están quienes hablan con un auricular y quienes hablan solos: a nadie o a todos; debajo del mendigo en la esquina atolondrada, una joven muchacha con la teta al aire amamanta a su pequeño en el suelo, y lo estudia dulcemente cuando pasa una universitaria de anteojos, con libros en sus manos, un piercing, una pollera colorada; le deja una moneda.
Expresiones constipadas, apretadas, como toda la ciudad –más de 9 millones de personas en 1,775 km cuadrados– se estampan en rostros quemados, abetunados, pero la mayoría, en esta zona, son blancos, necesitados de sol, rigurosamente pálidos en comparación. Gente de traje y corbata, gente con barbijo (en Bogotá, que está a 2.600 metros de altura sobre el mar, transcurren las cuatro estaciones en un día, de modo que el resfrío es constante acá), generalmente bien vestida, de maletín, familias tipo que pasean a su perro, turistas (12 millones durante todo el año pasado), para ellos se observa puestos de literatura de Pablo Escobar -el personaje más popular-, algún desarrapado, con gafas, gorras reggetoneras, están los vendedores, los solos, los que se hacen los solos, los serios, se ven celulares en manos (no como en Venezuela), un marginado, está el exagerado, el bohemio, el fumón, pero sobre todo gente trabajadora, pituca, oficinistas, que van y vienen, gente que llega tarde, que corren, otros que no se apresuran.
Todo normal, como en cualquier gran metrópoli occidental. Con la diferencia, eso sí, que en Bogotá se trabaja, y mucho. Acá uno es esclavo de sí mismo: “Unas 11 o 12 horitas, está bien”, curiosamente se jacta un pibe, y el cronista se hastía sólo de escuchar, y anota mientras sube a la parada del TrasMilenio, que es como el Metrobus en Buenos Aires, con un sistema de carriles exclusivos, pero tres veces más extenso.
Segundo cuadro
Un puño cerrado de cabezas impacientes se ubican en la parada del TrasMilenio. Bogotá no tiene subterráneo, es una promesa que se viene haciendo desde 1940, de modo que el embotellamiento es una constante en la ciudad. El TrasMilenio, entonces, es el transporte principal. Dicen que el alcalde de Bogotá, Enrique Peñalosa, quien ha impulsado el sistema de estos buses y decía “hace lo mismo que un metro (subterráneo) y cuesta mucho menos”, tiene un conflicto de intereses, porque sería uno de los dueños. Cosas que se dicen. Este transporte no sólo ha sido bondadoso con Peñalosa, sino también con Luisa Umaña, una pasajera recurrente. Se dedica a delatar descuidistas mientras viaja en el TrasMilenio a través del siguiente procedimiento: ingresa con “dos ojos adelante, dos atrás y dos a los costados”, cuando ve que alguien estira una mano, lo “coge de la chaqueta” y lo acusa, grabándolo con su celular. Luego, ya con el ladronzuelo en el piso, sostenido gracias a las pesadas botas del resto de los tripulantes, lo cachetea con un discurso moralizador, razón por la cual se ganó el apodo de “la heroína del TrasMilenio”, que la catapultó a la candidatura para el Concejo de Bogotá, decepcionando, de esta manera, a su club de fans “apolíticos” . Llegó el TrasMilenio.
Tercer cuadro
Ingresamos. Detrás de dos señoras coquetas casi ancianas que miran insistentemente cómo dos jóvenes sentados fingen una regia dormida, un venezolano con su hijo en brazo se prepara para hablar. A su costado, abrazada a un fierro, una muchacha de unos 20 años, con la pera arrugada como papel crepe, hace puchero mientras habla con su celular.
El venezolano dice: “Sabrán disculparme, queridos pasajeros, pero me encuentro en una situación muy complicada con mi hijo…” (en Colombia, según el diario El Tiempo, desde hace 2 años llegaron alrededor de 1 millón 270 mil venezolanos). En simultáneo, a 50 centímetros del venezolano, la muchacha, a quien llamaré Alejandra, empieza a llorar, con histéricos espasmos.
“…Ocurre que hemos escapado de nuestro país -sigue el venezolano- mi esposa murió por una infección que le agarró en la frontera, en Cúcuta, hace pocas semanas, cuando migramos, y con mi hijo estamos durmiendo en la calle…”. Alejandra chilla y el venezolano calla. De anteojos y trompita respingada, Alejandra, sin mediar el volumen de la voz, gime: “Yo no te dije eso, yo no te dije eso, noo”. Una lágrima corre por su mejilla.
Alejandra deja de hablar, escucha a su celular y nosotros la observamos; el venezolano, entonces, retoma: “Hace dos días que no comemos. Yo no soy el problema, pero mi hijo tiene 5 años y tiene mucho hambre, tengo miedo que se enferme (el niño a upa, esconde la cabecita en el pecho de su padre), queremos pedirles una ayuda o, aunque sea, alguna sobra del almuer…“, “¡No me dejes, Ignacio, no me dejes!”, estalla Alejandra, “¡Eres muy injusto! ¡No me cortes!”, y todos cogoteamos para regocijarnos con el espectáculo, atentos e intrigados.
Después de un momento, el venezolano sigue: “Espero no haberlos molestado mucho, sepan entender nuestra trágica situación, pero estamos desesperados”. Sin embargo todos miramos a Alejandra, a quien le cortan el teléfono y lo guarda en su cartera mientras se agarra la cara: un hilo se desprende de su nariz y un joven le ofrece el asiento. “Espero que tengan un buen día, que Dios bendiga a todos, gracias por escucharnos”, dice el venezolano y agarra fuerte a su hijo, pero nadie le lleva el apunte. Una niña le alcanza a Alejandra el pañuelo de su madre, le estira la mano y la mira gravemente. El TrasMilenio toma una curva y el venezolano se tropieza con su hijo pero llega a sostenerse de un fierro.
El cronista se ubica en un lugar estratégico. Alejandra, sentada, con la trompa tiritando, mira perdida por la ventana y sufre. Saca su celular, velozmente responde: “No puedes ser tan cruel conmigo, yo a ti te di todo. No puedes dejarme de nuevo por cualquier cosa. Eres un injusto”. Ignacio le había escrito: “No voy a aguantarme esa gritadera de nuevo. Eres una malcriada y no tengo por qué perdonarte después de lo que me hiciste el mes pasado”. El bus frena y el venezolano se va. Llegamos al centro de la ciudad.
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