La caza de hombres puede llegar a ser un oficio muy bien remunerado, pero tiene sus aspectos negativos. En el fondo, uno no ingresa al negocio de los sicarios meramente por dinero, están en juego otros motivos: muchos lo hacen porque deben favores impostergables y luego no pueden escapar de la telaraña que representa la organización delictiva para la que trabajan, otros efectivamente son hombres singulares, por naturaleza, que se destacan, entre todas las disciplinas, únicamente en este deporte, del que ciertamente gozan y mucho, y son considerados por la psiquiatría como “psicópatas”; y otros tantos son extraviados desde la niñez, a partir de los 8 años, en campos de entrenamientos donde poco a poco se van forjando en los pequeños un alma fría, una presencia invisible, un andar silencioso, una mirada letal y dos manos asesinas. Este es el caso de Ernesto, el cazahombre dostovieskiano.
Iba caminando por la Laguna Don Tomás, por el pasto que se encuentra al pie de la laguna más chica, aquella que está frente a la Casa de la Cultura y al lado del Megaestadio. Entre medio de uno de los árboles, sobre una superficie bastante nivelada, un hombre canoso tiraba de la tanza que estaba en el agua y se sostenía de una rama o una caña clavada a la tierra. Había capturado una carpa justo en el momento que pasé frente a él. Lo estaba mirando y él levantó la cabeza con una media sonrisa que colgaba por su presa. Bajo una gafas azules, ordinarias, y una gorra con la estampa de Ford, el pelo blanco era lo primero que llamaba la atención, al igual que sus arrugas, parecía un viejito pesquero, inocentón, con su chombita gris, las bermudas y zapatillas desalineadas, humildes, sus ojos hundidos y bien azules y su media sonrisa cálida que apenas tapaba la ausencia de los cuatro dientes superiores.
-¿Cómo vas a hacer eso?- le pregunté.
-¿Cómo?
-¿A la plancha, con algún morrón, una cebolla?- Me acerqué.
-Ah, sí. Con alguna verdura.
-¿Y qué tal salen?
-Son buenas estas. Ahora la voy a matar.- Se acercó a la carpa que estaba sacudiéndose en el pasto. La atrapó, y de a poco le clavó un cuchillo en el cerebro.- Son buenas éstas.- dijo.
-¿No está mala el agua?
-El fondo es arenoso, por eso no tienen olor. Son buenas.
-¿Cómo sabés que es arenoso?
-Casi todos los días nado.-
-No me digas, ¿desde dónde?
-Desde acá hasta allá.- Señaló el principio y el fin de la laguna. Fue a guardar su carpa en una bolsa donde había otra. Caminaba despacio el viejo, y tenía otra tonalidad.
-¿De dónde sos?
-De Buenos Aires.
-¿Y hace mucho estás acá?
-Desde principio de año.
-Ah, está bien… ¿y qué hacés?- Me metí en su vida.
-Siempre laburo en la construcción. Pero está todo parado, no hay nada.- El viejo hablaba igual que Luca Prodán. Corrió un viento frío.
-Y tanto te gusta el agua que te metés con este frío.- Sonrió y miró al frente.
-Es que yo nací en el agua.- Orgullosamente.
-No me digas, ¿en dónde?
-En el Mar Negro.
El viejo provenía de una familia pesquera, tenían barcos. No había nacido en Buenos Aires, sino en Ucrania. Pero no era de Kiev -la capital-, sino del sur de Ucrania, de un lugar que no recuerdo el nombre, pero que está pegado al Mar Negro. El Mar Negro está rodeado por Turquía, Bulgaria, Rumania, Ucrania, Rusia y Georgia. Tiene una superficie de 436 400 km2 y se llama así porque no tiene mucha vegetación a raíz de una tasa elevada de sal. Su vida, la mejor parte, la pasó ahí.
-Me parecía que eras de otro lugar. Hablás igual a Luca Prodán, ¿lo conocés?- El viejo rió.
-Sí.
-¿Te gusta? ¿Qué música escuchás?
-Sí me gusta. Escucho sobre todo jazz.
-¿Miles Davis, Herbie Hancock, John Coltrane?
-Por supuesto.
-Mucho gusto, me llamo León.- El viejo se frotó las manos con sangre y nos saludamos.
-Ernesto.- Miente.
-Somos compatriotas también. Yo también tengo descendencia rusa. Ernesto rió.- Los viejos de mi abuelo escaparon de la guerra civil de 1905, entre los bolcheviques y mencheviques. Le mataron algunos hermanos, pero otros se distribuyeron por el mundo, y uno vino a parar a La Pampa.- Le conté la historia aunque Ernesto se mostraba un tanto indiferente. No sé qué vínculo tenía con los rusos (históricamente Rusia y Ucrania vivieron en conflicto), no le pregunté.
-Sí, tenés pinta de ruso también.- Me dijo.
Había algunas nubes en el cielo. Eran las seis y media de la tarde. Mucha gente corría y otra caminaba. De lejos se escuchaba el ruido de las hojas provocado por el viento, algún ladrido y un constante “pssssss” que inquietó a Ernesto de repente. Estábamos hablando cuando su cara se empezó a arrugar. El “pssss” se escuchaba más nítido y entonces Ernesto volteó. Con la postura más erguida se quedó mirando un dron que volaba a unos 50 metros de donde estábamos. Yo miraba el dron y lo miraba a él, absorto ante esa imagen. El dron se posó arriba nuestro, y ahí quedó por unos segundos. Ernesto se encorvó un poco, mirándolo. Parecía una provocación. Ernesto se volvió a enderezar, con la mandíbula apretada. Yo veía el objeto volador, que captaba nuestra presencia, y por supuesto Ernesto no veía lo mismo: en la imagen del dron acaso viera tragedias, explosiones y muerte.
-¿En qué pensás?
Ernesto no respondió. Seguía mirando el aparato arriba nuestro.
El artefacto finalmente se fue.
-Filman y sacan fotos esos.- Le dije.
-No sólo sacan fotos.- Suspirando, mirando el suelo.
-¿Qué más hacen?
-Apuntan y disparan. Bombardean.
-¿Alguna vez te disparó uno de esos?
-Sí, y a mi familia. Cuando se escucha ese ruido allá la gente corre y se esconde.
-¿A tu familia?
-Uno de esos me dejó viudo.- Ernesto miraba el cielo.
-Yo soy mormón.- Me cuenta sin que le pregunte, sin que se haya hablado explícitamente de religión.
-¿Cómo fue que te hiciste mormón?
Ernesto cambia la voz. Retrasa las palabras.
–Me hice acá en Santa Rosa. Antes era ateo, toda la vida fui ateo, nunca creí en nada- Recalcó esto una y otra vez, insistentemente, como justificando su actual estado de religiosidad, como diciendo “no soy uno más que compró sin cuestionamientos el paquete de Dios, pero ahora descubrí que acá hay algo más”. Luego me contará que de joven había comprado otro paquete completo: fue rigurosamente ateo y comunista.- Llegué a principio de año y un día pasé y estaba la iglesia abierta, entonces entré. Me ayudó mucho.
-¿En qué te ayudó?.-
-Yo estaba metido en cosas de mierda.- respira y mira el pasto- Estaba muy metido con la droga.
-¿Metido hasta dónde?
-Mucho.
-¿Qué drogas sobre todo?
–Sobre todo heroína y cocaína. Y el alcohol. Me ayudaron a dejar el alcohol.
Al pie de la lagunita, Ernesto se empieza a poner más reflexivo. Camina alrededor de su bicicleta, apoyada en un árbol, y de su mochila, en cuyo interior están las carpas. Al costado, hay una lata abierta de Dr. Lemon con vodka. Por un momento hubo un silencio, no un silencio incómodo, sino más bien uno para pasar ciertos tragos, para decidir si seguir por este camino, abrir esta puerta, o pegar el volantazo por una colectora no tan comprometedora. Finalmente dijo:
-También hice otras cosas.
-¿Qué, por ejemplo?
-Yo he matado a personas.- Cuando dice esto, Ernesto me mira. Tenía la pera inquieta, un cierto tembleque se manifestaba en la mandíbula, no producto de su reciente declaración, de la culpa y el pesar, sino quizá, tal vez, era provocado por el alcohol, por su ausencia, o por otra cosa, quién sabe.
-¿Y en qué circunstancias? ¿en algunas riñas tuyas o te mandaban?
-Fui mercenario en realidad.
Ernesto me cuenta que trabajó muchos años cazando personas, “mayormente políticos”. Por su laburo, recorrió el mundo, sobre todo África, continente que conoce “de arriba a abajo”. En Ucrania fue reclutado de chico, “desde los 8 años”, y mandado a un campamento de entrenamiento militar junto a otros niños y adolescentes, donde les enseñaban todo lo relacionado con el arte del homicidio. “Por ejemplo, de muy chiquito me ponían dos tablas de planchar en las manos y me hacían sostenerla en el aire para tener el pulso intacto”. También tuvo entrenamiento en el Ejército de Ucrania. Ernesto tiene un don para el tiro al blanco. Ganó de joven un campeonato nacional. Luego fue francotirador. Se apostaba, “siempre mejor desde las alturas”, con su rifle telescópico, y apuntaba a su futura víctima. “Nunca fallé”. El dinero que ganaba no se correspondía con el infame trabajo que tenía que realizar. No obstante, salir de la organización delictiva a la que pertenecía, o a la que lo habían obligado a pertenecer, no era una tarea sencilla, porque podían asesinar a su familia, la cual está distribuida en Buenos Aires, Ucrania, Rusia, Brasil y Sudáfrica. Ernesto, el rufián, adquirió con los años, entonces, una sensibilidad fría como un témpano o como las barras de acero de una prisión en Siberia.
-Viste eso.- Señaló atrás mío. Veo a una joven rubia de unos 35 años caminando, con el pelo largo y brilloso hasta las inmediaciones de la cintura, un culo redondo, una calza negra que cubre una figura entrenada, está bastante bien ella, caminando con una botella de agua en una mano y en la otra la correa de su perro.- ¿Viste ese perro?
-Sí, sí, lo veo. ¿Qué pasa?
-Bueno, ese perro, andando así, felíz, con sus orejitas, yo no le podría hacer nada. A ese bicho no le podría tocar un pelo. Pero a una persona, a una persona la puedo matar tranquilamente y no siento nada.- me cuenta, me mira con cierta dificultad, la boca semiabierta.
-¿Cómo es eso de no sentir nada?
–Me entrenaron toda la vida para eso. No tengo remordimientos ni nada.
-Igualmente debes tener imágenes y todo eso, de lo contrario no te hubieras hecho mormón.
-Sí, todas las noches tengo imágenes de todo lo que hice, de la gente que he matado, gente con la cabeza explotada. Después terminan siendo una manchita.
-¿Cómo?
-Una manchita en la mira telescópica que se desploma o se revienta. Después son todos como esa manchita y da lo mismo si es a dos metros o 1500, si es joven, viejo…
-¿1.500 metros? ¿Cómo era que trabajabas?
-Solamente yo tenía que gatillar. Me daban fecha, hora y lugar. Yo no hacía inteligencia. Me llevaban siempre a un lugar bien arriba, como por ejemplo una terraza, con un arma que sirve para disparar a la distancia. Podía matar a una persona a 1.500 metros. Tenía que calcular el viento – Ernesto hace la demostración con sus manos- y disparar.
-¿Y después?
-Y después dejaba el arma ahí mismo y me iba.
-Ah, buenos recursos tenía ésta organización delictiva. ¿A qué se dedicaba, drogas, trata de personas, ajustes políticos? – Ernesto sonríe desdeñosamente. Estábamos sentados al pie de la laguna-.
-A todo.
-¿Y qué haces acá? imagino que no es fácil irte así como así.
-Ya estoy viejo, no me necesitan –tiene 47 años-. La última vez fue hace 6 meses, en Canadá. Tenía que concretar una tarea pero hice un simulacro.
-¿Cómo?
-No maté a la persona que me habían asignado. Yo ya no quería más estar en eso, ellos lo sabían. Entonces preparé todo para que crean que iba a ejecutar la tarea y me fui con toda mi familia.
-¿No te buscaron, nada?
–Me fui. Hubo varios llamados y amenazas pero no me vinieron a buscar. Ellos saben que yo siempre cumplí, y que ya no quería estar más en esto.-A Ernesto le cuesta hablar, cada vez más. El castellano poco se le entiende ahora y retrasa mucho las palabras-. Ya no me van a venir a buscar.
-¿Cómo estás tan seguro?
-De todas maneras estoy preparado. Pero sí, eso puede ocurrir en cualquier momento. Aunque creo que a esta altura no me molestarán más. Ellos saben que yo los puedo encontrar, y son conscientes que han creado un ejército de asesinos.- Dice esto mientras va a buscar algo a su mochila. Se lo nota molesto, incómodo, con ganas de cambiar de tema.
De su mochila saca una botella con un agua turbia. Habíamos tirado una línea a la laguna, pero nada había picado. Ernesto mete un sorbo a su botella y la vuelve a guardar. Una carpa salta de repente lejos de nuestra carnada, y Ernesto grita: “¡Hija de puta, te cazaré!”. Ahora Ernesto agarra la lata de Dr. Lemon y mete otro sorbo.
–Los mormones te ayudaron a dejar el trago, pero un permitido nunca viene mal tampoco -digo. Ernesto sonríe.
-¿Querés uno? Ahí hay, dentro de la mochila. -Saco una lata de Dr. Lemon y vuelvo a sentarme.
-¿Y esa botella que tenés, qué es?
-Aguardiente, ¿querés? Se toma primero un trago de eso -me explica-, y luego uno de esto -me muestra el dr Lemon con vodka.
Bebimos aguardiente y Dr Lemon. Ernesto estaba entonado, sus palabras se alargaban como chicle y yo rápidamente me empecé a exaltar. El sol caía al mismo tiempo que se enrarecía el aire por la bruma, y las carpas saltaban lejos de nuestra carnada. Ernesto me convida un cigarrillo, un Golchester, “buen cigarro y barato”, dice. Entonces fumamos. Me cuenta que el aguardiente es muy sencillo de preparar: hay que tener alcohol alimenticio (se consigue en cualquier almacén), colocar un cuarto o un tercio en la botella, depende el gusto, llenarlo de agua, batir y dejar reposar sin tapa sobre cualquier lugar.
-Es verso que los rusos toman alcohol por el frío –aclara Ernesto.
-¿Y por qué toman alcohol?
–Porque les gusta “escabiar”. El que “escabia” lo hace porque le gusta -se toma otro sorbo de aguardiente- además el alcohol provoca más frío, te puede directamente matar si es muy baja la temperatura. Son los primeros segundos que uno se calienta como una brasa y luego se enfría.
De repente suena su teléfono. Ernesto lo va a buscar a su mochila. “Ah, es mi hermana”. Se vuelve a sentar y empieza a hablar en ruso. Su hermana ahora vive en Buenos Aires. Trabaja soldando cosas. Soldaba los cascos de los barcos cuando estaba en Ucrania. Es una mujer ruda, según me cuenta. También tiene una gran puntería para el tiro al blanco. Ganó, al igual que él, un torneo nacional. Aunque le pregunté, Ernesto no me especificó si también cazaba hombres. Finalmente nos levantamos. No logramos pescar la tercera carpa, pero dos son suficiente para que Ernesto pueda cenar esta noche una buena sopa de pescado. Caminamos por el asfalto, dirigiéndonos a la salida de la laguna por la avenida Uruguay. Con Ernesto nos unía el fastidio de ver a la gente correr. Cada vez que pasaba alguien, Ernesto decía: “pss, por qué no vienen acá y se toman un trago, si yo no tendría problema en convidarles”, y reía. A Ernesto le gustaban las mujeres. No decía vulgaridades, pero cada tanto se daba vuelta y miraba respetuosamente un culo, decía “qué lindas mujeres hay acá”. Ernesto también tenía dos tatuajes que se dejaban ver. Uno me llamó particularmente la atención.
-¿Qué significa ese tatuaje? -paramos la marcha.
-¿Este? –preguntó. Luego se puso de costado. Levantó un poco la manga de su remera para mostrarme su hombro-, mirá, ésta es la cara, ésta es la barba. Es Don Quijote.
-Leíste a Cervantes -dije entusiasmado.
–Y sí –respondió asintiendo con la cabeza. Los ojos abiertos-, es mi libro favorito.
Pregunté inútilmente qué era lo que más le gustaba del Quijote, pero ya había preguntado demasiado, y habíamos escabiado mucho. Ernesto, sin embargo, balbuceó una respuesta en varios idiomas que no entendí. Nos sentamos nuevamente a fumar otro cigarro, tomar un trago más y mirar a la gente pasar. Ya era de noche. Retomamos el camino para irnos, y le dije:
-Yo he leído mucho a Dostoievski. – Ernesto me miró cálidamente, un poco efusivo-
-¿En serio? Yo también. -Me palmeó la espalda.
–Sí, Crimen y Castigo, Los endemoniados, Memorias del subsuelo, Noches blancas, El idiota, El jugador…
-Yo todavía recuerdo el primer día que leí a Dostoievski –dijo mirando al frente, parecía conmovido, se tambaleaba apenas, le costaba hablar y ahora un poco más- a mí me cambió la vida Dostoievski.
-¡A mí también! –nos palmeamos mutuamente la espalda mientras caminábamos.
–Te voy a regalar… esperá que no me acuerdo la traducción. Es un libro que te va a gustar mucho. Espero conseguir el libro traducido para dártelo. Se llama… “Apuntes de la casa muerta”. Es de cuando a Dostoievski lo mandan preso a Siberia, y escribe desde ahí sus memorias. Es un libro que me gustó mucho porque si bien yo nunca estuve preso, mi vida es una cárcel. Quisiera que lo leas o lo hojees, y la próxima vez que nos veamos me cuentes qué impresión te dio.
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