El arte es bueno o es de derecha

Algunos idólatras de la religión argentina pregonan que ‘al gobierno de Miley hay que darle tiempo,’ mientras que otros, que se dicen antípodas, aseguran que ‘hay que escuchar a Lala Esposito’ antes de juzgar su obra, como si fuera necesario ver nueve películas de Rápido y Furioso para darse cuenta de que la décima es una reverenda poronga.

En Argentina, cada vez que llueve, reinventamos el paraguas, inseguros de si esta vez el agua va a mojarnos o no. Somos incapaces de conectar causas y consecuencias debido a que nuestra historia, entendida a través de feriados, locros y símbolos inertes, y a que nuestra cultura, esa llamada popular y constituida por sordas trapopcumbieras industriales, indiferenciables escritoras que no distinguen al perro de la palabra con la que se lo representa e influencers y periodistas cuya retórica compite con el tartamudo vacío de los jugadores de futbol, carecen de cualquier estímulo mental.

La historia, oficial u opositora, es siempre falsa, ya que la cultura, vencedora o vencida, siempre es una imposición del mínimo común denominador, es decir, de una cultura popular. Cuando me prepotean que ‘tenemos’ que defender la cultura popular argentina me veo obligada a preguntar si se refieren a Boka o a Riber, a Paulo Echarri o a Marcelo Tontelli, a Marta Enriquez o Augusto Laje, a Marina Vecerra o Andrés Calamalo, porque nunca fui buena discriminando la caca de la mierda.

La cultura popular no existe fuera del marketing, y cualquiera que la defienda no está sino dándole otra mano de barniz a los oxidados grilletes del capitalismo. La única cultura que no se puede comprar, la única cultura emancipadora, es la que se hace uno mismo, sin prestar atención a la propaganda low-cost manufacturada por La Garganta Poderosa, Página 12, Clarín y La Nación.

Siguiendo a estos medios de lobotomización masiva en argumentación y retórica, los papas de la cultura popular repiten que vivimos en la sociedad más individualista de la que exista registro, pero, al igual que los medios, los papas carecen de la modestia científica de señalar al menos a un individuo como evidencia.

Al contrario, vivimos en una sociedad colectivizada, donde solo se puede sobrevivir imitando, mimetizándose con el grupo. Desde que nacemos, la escuela, la familia, la religión, el estado y la innumerable y monótona retahíla de instituciones “divergentes” a la que el progresismo netflixero nos tiene acostumbrados inoculan en nuestros instintos el deseo de pertenecer y el miedo a no pertenecer. Con el objetivo de sostener su propia hegemonía a través de la cómoda obediencia voluntaria, estas fábricas de sentido común enseñan que cuando la murga aplaude una tiene que aplaudir, para lo que resulta indispensable absorber los conocimientos y las prácticas que nos facilitan -pues está claro que estos paquetes de cultura deben ser de fácil consumo, nadie en su sano juicio podría pretender que la cultura popular implique un esfuerzo.

La cultura popular, como los productos del supermercado, aparece en las góndolas por arte de magia, esconde sus orígenes en un pasado que costaría mucho explicar y maquilla sus efectos con pintoresquismo local. Apelando al bolsillo intelectual del consumidor, la cultura popular subraya su carácter gratuito al presentarse en términos de herencia cultural, pero como ocurre con todo lo que es gratis, el producto termina siendo una misma.

Cuando, ocasionalmente, aparece sobre el corazón de la tierra un aspirante a individuo, alguien que no está interesado en hacer lo que la murga hace, decir lo que la murga dice, pensar lo que la murga piensa, recibir herencias o vivir de arriba, el sistema lo identifica y persigue bajo el rótulo de autodidacta. Si fuera posible aprender algo más allá de las solitarias noches de libros y películas que nadie lee ni ve por ser difíciles, inútiles o tan largos que a una no le queda tiempo de escrolearse la vida en las cloacas de Instagram, entonces quizás el concepto tendría sentido, pero, considerando las circunstancias, es redundante decir de alguien que es autodidacta o que es culto.

El sistema -porque la cultura popular, como las fábricas, la series, los campos de concentración y los Gulags, es sistemática-, el sistema, digo, neutraliza al autodidacta, al culto, al individuo que no puede convertir en mercancía, tildándolo de soberbio. La caca y la mierda se juntan en un frente común de modestia en contra del soberbio que se resiste a percibir el mundo por medio de categorías prefabricadas. Lo denuncian, ‘¿quién se cree que es usted, leyendo a Proust y mirando a Kurosawa, no sabe que no solo no son populares, sino que ni siquiera son argentinos?’

Tener éxito, al fin y al cabo, es muy sencillo en nuestra sociedad, alcanza con adaptarse a las reglas de los grupos que inscriben su versión de los hechos en nuestros cuerpos; pero justamente, debido a esa sumisión, no se puede esperar ningún cambio de los exitosos guardianes de la modestia. Cualquier signo de progreso, si ha de venir, vendrá del inadaptado, del soberbio perdedor que no tiene que esperar que Milei gobierne diez minutos para reconocer sus intenciones ni que ver una sola película de Rápido y Furioso para comprender las cualidades estéticas de sus secuelas. ¡Seamos perdedores, lo demás no importa nada!

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