No todo lo que suena en una Iglesia son campanas: crónica border de una fiesta electrónica en la Casa de Dios

Por la pura inercia del destino, un joven se encuentra de pronto ante una fiesta en una iglesia. Completamente virgen en el universo de la electrónica, con los ojos curiosos del principiante, el protagonista se sumerge en los ritmos hipnóticos que rebotan desde los crucifijos de las paredes, las sustancias amargas, el sexo en cada trago. Después vienen los diálogos desopilantes, el after y un desenlace memorable.

Por Congo Sheik

Guiado por la nada llegué al centro. Los negocios tenían las persianas bajas y los signos de rapiña del día anterior se habían intensificado. Al girar la esquina vi gente haciendo fila. La mayoría estaba vestida con camisas floreadas, anteojos negros (a pesar de que eran las dos de la madrugada) y también vi abanicos, sombrillas japonesas y pastillas circulando. Me acerqué a un grupo y le pregunté a un tipo qué sucedía. Me miró con cierta aberración y un poco de soberbia y respondió que tocaba Gaishi. Seguí caminando hasta la puerta de la discoteca (por no decir del club). No era una discoteca, era una iglesia y vibraba con los tambores que vomitaban sus puertas. En eso gritaron mi nombre. Arnauldi estaba con tres mujeres y yo me quedé con la boca abierta de par en par. Un error del que no me arrepentiría, porque Arnauldi, sin avisar, me puso algo en la boca y con la mano me cerró el mentón.

—Masticá —ordenó.

Yo mastiqué todavía perdido en la compañía de Arnauldi. El sabor amargo, espeluznante incluso, de lo que tenía prendido en las muelas me despertó. Intenté escupir, no salía nada. Arnauldi me dio una botella de agua y la vacié de un tirón. Le pregunté qué me había dado. Su respuesta fue hacerme pasar entre los patovicas sin hacer la fila, me presentó a Fanny, una acróbata y actriz de cuerpo fibroso, pecho plano y muslos estridentes; a Hana, compacta perla india; y a Mili, astróloga tatuada con varios símbolos cósmicos. Esas mujeres participando de la atmósfera de Arnauldi se me antojaban tan inexplicables como los misterios del club.

—No solo la iglesia que arde ilumina —dijo Mili.

Hana me preguntó si me gustaba Gaishi.

—¿Gaiqué?

—La música electrónica —dijo.

—¿La música qué?

Fanny propuso que entráramos. La iglesia desde adentro todavía parecía una iglesia y también parecía un prostíbulo de lujo. Las luces rojas y azules vigorizaban las gigantescas pinturas bíblicas y le daban a la crucifixión de Jesús, a la concepción de María y al martirio de los santos un jolgorio y un ambiente de fiesta que la costumbre y la ortodoxia cristiana han logrado erradicar, porque después de todo, en esos años (o al menos así lo imaginó yo) la muerte del loco debe haber sido celebrada con pompa por judíos y romanos, por los judíos aún más que por los romanos y por los judíos ricos aún más que por cualquiera. ¿No denunciaba él la riqueza de los templos?

Lo extraño es que entre mis inclinaciones no se cuentan la teología, el pensamiento sistemático o la reflexión prolongada, pero ahora, en cuanto posaba la vista en un objeto, ya se tratara de las pinturas, de las luces, de las mujeres o de la nada misma, complejas alucinaciones repercutían en mi cabeza y llegaban a cobrar la solidez y la regularidad de teorías epistemológicas. ¿Qué mierda me había dado ese hijo de puta de Arnauldi?

Sacudí la cabeza y regresé al mundo.

La música era monótona y a la vez cambiante.

Todavía se podía hablar. Eso me agradó, porque yo quería hablar con Hana, con Mili y con Fanny, sin preferencia de orden.

Hana me dio algunas indicaciones preliminares sobre lo que era la música electrónica y me preguntó si quería agua. Le dije que ya había tomado suficiente.

—No lo creo —dijo.

Las mujeres hablaban, fumaban y bailaban. Arnauldi había desaparecido. Fanny se me acercó por detrás, me agarró de la cintura y comenzó a sacudirme. Mili hizo lo propio con mis brazos y los levantó siguiendo el ritmo de los suyos. Me sentí una feta de jamón vencido entre dos panes caseros recién sacados del horno. Comencé a notar un mareo intenso y una erupción en el estómago. Hana me indicó la dirección del baño. La gente se amontonaba alrededor del tal Gaishi que jugaba con un par de cocinas mientras dos tipos lo filmaban. En el baño también había fila y no estaba Arnauldi para mover sus contactos. Saqué un cigarrillo y se me cayó de la mano. Saqué otro y se me volvió a caer. El piso estaba cubierto de alquitrán o eso creí. El tipo que estaba delante de mí sacó un cigarrillo, me lo puso en la boca y lo encendió. Se me cayó. El tipo negó con la cabeza y se dio vuelta. Cuando llegó mi turno entré empujando gente. Abrí una puerta y fui insultado. La escena se repitió en la segunda puerta. Finalmente, de la tercera salió alguien y me adelanté a vomitar. No había papel higiénico. Me limpié la boca con la nota en la que Robledo me había anotado su dirección y me la volví a guardar en el bolsillo junto con la del comisario. Comenzaron a gritarme que saliera. Me enjuagué la cara y la boca en un lavamanos. Imaginé que todos me estarían juzgando.

Al voltear varios atravesaban una situación similar y mis inquietudes se evaporaron. Salí y comencé a buscar a Hana, a Fanny, a Mili e incluso a Arnauldi. Ni rastro. Por alguna razón tenía una botella de agua en la mano y la tomé en dos o tres sorbos. Era refrescante. El volcán se había dormido. Me acerqué a Gaishi y me puse a mirar lo que estaba haciendo. En una segunda inspección Gaishi se me presentó como un sujeto con cultura, o mejor dicho cultural, porque tenía rasgos hindúes y se lo veía muy concentrado en un enigma intrínseco de sus raíces. Sentí la necesidad de comentárselo a la persona que tenía al lado. Dijo que así era el racismo implícito. Supuse que ella estaba en lo correcto, pero era él el que estaba en lo correcto. Me lo quedé mirando bailar y agitar su abanico. Me gustaba lo que estaba haciendo, que era bailar y agitar su abanico con los ojos cerrados.

—Sumate si querés —dijo él—. Me llamo Santiago.

Santiago sabía lo que hacía e intenté hacer lo que él estaba haciendo. Me puso los brazos sobre los hombros y subió y bajó unas cuantas veces. No sin cierta confusión le pregunté si podía abrazarlo.

—Hasta la cintura no más.

Posé mis brazos sobre su cuello y me moví mecánicamente de un lado a otro. Sentí que bailaba por primera vez en mi vida. Alguien me levantó la camisa desde atrás y me empezó a abanicar la espalda. El aire frío era sexo. Pasaron algunos minutos en unos segundos. La música bajó los decibeles en una melodía hipnótica. Dedos recorrían mi cuello, muchos dedos, cien dedos o mil o mil millones de dedos en un hormigueo diseñado por un arquitecto celeste. Luego una catarata que rompe sobre la tierra, los tambores del juicio final se precipitaron en la pista. Le pregunté a Santiago si podía besarlo.

—Tengo que consultarlo con mi novio.

Era el que me abanicaba la espalda. El novio hizo un gesto negativo.

—Tal vez la próxima…

De pronto ya no estaba con Santiago ni con el novio. Estaba solo, solo en medio de mucha gente que yo conocía de la vida entera y con la que había compartido experiencias inolvidables. Una hoja flotando en el verano del tiempo. Empecé a escuchar rayos láser. Los alienígenas nos invaden, ¡por fin! Espléndido, colorido, lumínico, refulgente, brillante, transparente, ágil, liviano, lleno de energía. Mi cuerpo no respondía a mis direcciones sino a otras más inteligentes. Ya no había gente, había paisaje. Fanny salió del bosque de la eternidad, me dio agua y consultó mi experiencia. Yo había desperdiciado hacía mucho todas las palabras que significaban algo y no respondí. Ella dijo que debíamos loopear. No entendí y estuve de acuerdo.

—Esta gente no parece gente —dije.

—Es que en las fiestas electrónicas —Fanny hablaba y bailaba con sincronía de relojero— sucede lo que sucede en las tragedias de Sócrates. Las personas son lo que deberían ser.

Tampoco entendí y estuve de acuerdo una vez más.

Sonaron los tambores.

—Gaishi debería ser el presidente del mundo —opiné seguro de lo que decía.

—Son los tambores de Orfeo —dijo Fanny.

Le pregunté por Arnauldi.

—Caliente, caliente.

Arnauldi me estaba abrazando desde atrás y tenía la cara hundida en mi espalda. Bailábamos, o eso me pareció. Le grité al oído que era el mejor escritor que había conocido en mi vida. Arnauldi me gritó en la cara que yo era el mejor escritor que él había conocido en su vida. No creo que Jozami compartiera nuestras opiniones, pero Jozami no estaba bailando ahí con nosotros. Arnauldi comenzó a contarme sobre sus ideas literarias, lo suyo eran los cuentos, dijo, quería escribir uno donde los teléfonos públicos, las lavadoras y cualquier máquina que funcionara a base de monedas dejaran de devolverlas. Me pareció tan genial que pensé en robarle la idea. Otro cuento iba a desarrollar la influencia del derecho en las monocotiledóneas. Arnauldi era el gran artista del siglo. En la actualidad, trabajaba en uno sobre zombis veganos. Le pedí un autógrafo por las dudas. Llegó Hana con una lata de cerveza.

—¿Querés?

—No.

Tomé un trago. Era sexo líquido. Todo era sexo en esa iglesia: las pinturas, la música, las bebidas, las luces, hasta la Virgen María pintada en el techo con sus tetas y sus piernas carnosas insinuadas bajo el manto celeste y blanco me pareció un buen lance.

El aire frío era sexo

En la cúspide de mi existencia, la música comenzó a apagarse. El río melódico se transformó en la voz de un eco antiguo y las luces de colores pasaron a ser blancas y nocivas.

—No puede ser posible. ¿Así es la muerte?

Arnauldi me consoló.

—No te preocupes. No termina acá.

Abandonamos la iglesia en medio de un tumulto de gente, botellas de agua, chicles y cigarrillos y nos subimos al Corolla de Hana. En el asiento del acompañante iba Fanny. Arnauldi, Mili y yo en el de atrás. Arnauldi se puso a hablar por teléfono, dio algunas indicaciones y recibió otras. Yo miraba por la ventana el advenimiento del día. Llegamos a la ruta. Hana puso el Corolla a todo lo que daba y el sol era una bola de fuego en mis inagotables pupilas.

—Te vas a quedar ciego.

Me puse los lentes y nos metimos por una calle de tierra. Viajábamos al fin del mundo o a una quinta, donde la fiesta continuaba con más música, más drogas y menos producción. Había una carpa, una pileta y una barra donde un viejo cansado preparaba gin tonic y cuba libre. En la carpa flotaba la tierra. Apenas se podía respirar; sin embargo, era donde mejor se escuchaba la música y donde más bailaba la gente. Arnauldi me dijo que cerrara los ojos y abriera la boca. Por supuesto lo hice sin protestar. Me metió dos dedos hasta el paladar. Esto sabía un poco mejor. En breve comencé a levitar. Fanny me preguntó a qué me dedicaba. Ejercité la memoria y reconsideré la totalidad de mi vida bajo la luz de los nuevos descubrimientos antes de contestar. Fue cuestión de un suspiro.

—Soy periodista, creo.

—¿Estuviste en los disturbios?

Dije que sí, que había sacado muchas fotos y había prendido fuego un negocio. Ella también. Incluso había golpeado a un policía. Empezó a hablar de los derechos humanos, de la pobreza, del imperialismo y creo que nombró al Che Guevara, aunque justo ahí la música subió a un pico que hacía imposible la audición. Era curioso tener esa conversación en ese lugar. La estábamos pasando demasiado bien como para preocuparnos por los demás. De repente, Fanny paró de bailar y con el brazo extendido señaló los alrededores.

—La novena sinfonía del cinismo —dijo.

—Maravillosa —respondí agitando el cuerpo bajo el ataque de un enjambre de avispas invisibles.

Fanny intentó entristecerse. Le dije que un trago nos haría olvidar lo contentos que estábamos sin erradicar la sensación de alegría. Fui hasta la barra y pedí un cuba libre.

—¿Cómo va el negocio?

—No está mal. Es una buena changa —contestó el viejo.

—¿A usted le gusta la música electrónica?

—¿La música qué?

Le hice otras preguntas. Él confesó que con la plata de la fiesta le daba de comer a su familia. Su trabajo de albañil no alcanzaba. No tenía mucha más idea de lo que estaba ocurriendo. Había sido una propuesta de su cuarto hijo. Alquilar la quinta, los parlantes, la carpa y llenar las heladeras de alcohol.

—Yo no entiendo a los jóvenes. ¿Son ellos los que van a salvar el mundo? Deberían empezar por sacarse los tapones de los oídos. Esta música es horrible.

—Lo están salvando a usted.

—Sí —admitió—, pero ¿quién me metió en este kilombo?

Lo estaba por consultar sobre el club cuando dos tipos lo reclamaron desde la otra punta de la barra. Regresé a la carpa y le di el cuba libre a Fanny que bailaba nuevamente con los ojos cerrados y la cabeza levantada. Hana me ofreció un chicle. También había estado en la protesta y también tenía una opinión sobre el asunto.

—La única manera de hacer una revolución es cortando cabezas e incendiándolo todo.

Se llevó una pastilla a la boca. A esa boca de la que podría haberme alimentado catorce o quince vidas.

—La música electrónica —continuó— es una reencarnación de las fiestas tribales. Los dioses cambiaron sin que la sacralidad desapareciera. El maquillaje, los abanicos, los anteojos conectan el pasado con el presente. Nunca abandonamos el pensamiento místico. Las raíces mágicas son hoy el éxtasis.

—Hay algo en tanta buena onda que me parece sospechoso… —comencé a decir.

—Éxtasis quiere decir salir del yo —me interrumpió Hana—. Eso es lo que importa. Dejar de ser uno.

Acepté, más que nada porque Hana sabía más que yo y porque además era la mujer más hermosa que habitaba el universo. No mencioné que en mi opinión. esa catarsis o, mejor dicho, esa superación del ego implicaba una angustia, un encuentro con la muerte. La fiesta electrónica lo planteaba a contrapelo y las miserias se perdían, deviniendo en una infracción ilusoria.

—¿Por qué toda revolución tiene que ser seria? —Hana era un arcoíris inflexible.

Mi cuerpo no respondía a mis direcciones sino a otras más inteligentes

Yo me seguía sintiendo de maravilla y mis especulaciones tenían menos que ver con mis convicciones sociales (las cuales siempre fueron muy difusas) que con las alas que le habían salido a mis afiebradas fantasías. Sin duda Fanny tenía razón al llamarnos cínicos. Ella podía vivir con eso, ser cínica de noche y militar por los derechos humanos el resto del día. ¿Dónde estaría Nicanoff a todo esto? Él también era cínico y tenía una forma muy interesante de defenderlo. Recuerdo que en Miami tomábamos cuba libre en la playa mientras un grupo de gente se amontonaba alrededor de una estrella de fútbol, la cual repartía fotografías y autógrafos a pedido debajo de una palmera. Yo comenté que lo que me gustaba del fútbol era que con ver un partido alcanzaba para verlos todos. Nicanoff dijo que los jugadores de fútbol eran los verdaderos intelectuales del siglo. Según él el cinismo era la crítica máxima de la realidad, porque negaba la realidad a través de la mentira, es decir, de la ficción.

—Todos esos giles que aparecen en los diarios y en la televisión explicando los males del capitalismo son inofensivos, ven el mundo a través de la realidad, como si la realidad fuera verdadera. Pero el fútbol… el fútbol ha logrado otorgar el máximo valor de cambio a la nada. Lo más caro del mundo es hacer un gol —tomó un sorbo de ron y se puso bronceador en la frente—. Un jugador que hace un gol gana millones. Gana millones cometiendo el acto más banal del que exista registro. Al festejar ese gol, el futbolista nos echa en cara su crítica social. Nos muestra lo primitivos y religiosos que seguimos siendo en esta época mal llamada moderna.

Fui por otra bebida y volví. Hana bailaba con Santiago. Santiago me entregó su abanico y me pidió que les diera oxígeno. Los abaniqué con fuerza y sin parar hasta que el antebrazo me quedó tieso. Hana le preguntó a Santiago si podía besarlo. Santiago era muy hermoso y parecía estar acostumbrado a ese tipo de proposiciones. Dijo que era gay y le preguntó a Hana si ella era heterosexual. Hana dijo que se consideraba bisexual, solo que también era muy organizada y había decidido acostarse primero con todos los hombres y una vez concluidos los tres mil millones lo haría con todas las mujeres. Mili había tomado a Hana por la cintura y acotó que ella no consideraba la sexualidad parte de su identidad. Por lo tanto, ella no era nada. No me atreví a consultar cuáles eran las consecuencias de no considerar la sexualidad parte integral de la personalidad.

Hubo un impasse en el que alguien me convidó marihuana y un frasco de perfume. Me eché un poco en el cuello y me insultaron. La música hablaba por sí sola:

Look beyond the mind

For an expert observation

See beyond the lie

For an endless destination

Fanny me miraba con los ojos cerrados. Era tiempo de decir unas cuantas palabras de sobra y besarla. Pero no escuchaba la lengua hacer. No era el volumen de la música, sino la acumulación de tierra y el dolor que se intensificaba a cada minuto dentro de mi boca. Sin notarlo, me había masticado un agujero en el cachete interno y el sabor de la sangre se limpiaba con cada trago de cuba libre. Arnauldi dijo algo que se perdió en el aire. Lo seguí hasta la calle y subimos a un Ford último modelo manejado por un sujeto taciturno y lleno de rencor. Asumí que íbamos a otra fiesta con más mujeres, más drogas y más música, la vida debería ser así en su duración completa.

Ojalá pudiera hablar, pensé. El sujeto se llamaba Esteban y estaba encendido, una brasa al rojo salpicando chispas de velocidad. Puso el auto a ciento ochenta en la calle de tierra y reboté varias veces la cabeza contra el techo. Intenté comunicar mi desesperación. El dolor había terminado por anestesiar los músculos hasta la afasia. Si tocaba a Esteban corríamos el riesgo de un volantazo que nos mandara sin costos de traslado a la cuarta luna de Júpiter. Manoteé como pude los hombros de Arnauldi para que recobrara un poco su sentido de supervivencia. Arnauldi pensó que yo quería bailar y subió la música.

Alto track —gritó con una sonrisa paradisiaca.

Continuó hablando del DJ, dónde había nacido, cuál era su estilo y con quién se acostaba. Arnauldi sabía todo sobre el Dj, de lo que no se percataba era del simplísimo hecho concerniente a la posibilidad de estar escuchando la postrimera canción de nuestras vidas.

No había más fiesta. Llegamos a la ciudad y me dejaron en Cabiria.

—¿Te gustó la fiesta? —Arenauldi revisaba en el espejo que sus rasgos estuvieran en orden.

Quería decirle a Arnauldi que la fiesta me había parecido una mierda, pero que la había pasado bomba.

No encontré la voz.

La estábamos pasando demasiado bien como para preocuparnos por los demás

Esteban volvió a su furia y los vi esfumarse al final de la calle. Eran las dos de la tarde, la gente jugaba con sus hijos en la vereda, hacía las compras, disfrutaba del verano y al pasar contemplaba horrorizada el monstruo de arena, la vasija arcillosa con motivos antropofágicos, en la que me había convertido. Entré a mi hogar (sí, mi hogar) y el Gordo Jacinto me analizó (sí, me analizó) de arriba a abajo con maligna satisfacción.

—¿Qué tal la playa? ¿Mucho viento?

El Gordo Jacinto, con su aspecto de carnicero y su parche en el ojo era, en el fondo de su panza astronómica, un buen cómplice. Me dijo que aguardara y enseguida apareció con una bolsa de hielo.

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