Mientras retirábamos algunos pesos en uno de los cajeros automáticos que se encuentran frente a la YPF de Raúl B. Díaz y 1 de Mayo, para luego ir a la fecha de aniversario de Jockey, mi amigo y co-fundador de BIFE me preguntó qué significaba para mí el boliche más icónico que supo tener esta ciudad. Bueno, respondí que era parte importante de mi historia con la cultura rock -si es que esa definición aplica-, porque más allá de todas las presentaciones de bandas que vi durante una infinidad de fin de semanas en ese lugar, un considerable porcentaje de mis experiencias relacionadas a la “noche” y todos sus atractivos, tuvieron como epicentro esa locación que desde 1986 constituyó en Santa Rosa la idea de rock and roll. Y eso claramente va más allá de la música.
La mítica edificación ubicada en 9 de julio al 234 sufrió cambios en los últimos años y dejó de ser el refugio del rock, así como el rock dejó de ser el refugio para toda una generación. “¿Cuánto pagaste por la birra?” preguntó la otra mitad de BIFE minutos después de atravesar la puerta. “Nada, es gratis hasta las 23:30”, le dije. Inmediatamente hizo un gesto de incredulidad y no tardó ni un segundo en abalanzarse hacia uno de los dos vasos de Quilmes que portaba en mis manos. Luego llegaron la picada y las pizzas, las cuales fueron arrasadas por los presentes. El recibimiento tanto para nostálgicos del Jockey y los sub 30 que habían decidido hacerse de entradas anticipadas no tuvo fisuras.
Nuestro contacto, Franco Pedraza, organizador de la noche e impulsor de la celebración de una cifra tan arbitraria como lo es un aniversario número 37, estuvo pendiente de cada movimiento que se originaba a su alrededor. Se lo podía ver detrás de la barra verificando la eficiencia y también despachando cerveza helada con una de sus manos y con la otra en su celular respondiendo decenas de whatsapp relacionados a la fecha en cuestión. Nuevamente, la otra mitad de este medio volvió a articular una mueca de incredulidad acompañada de un brillo prominente que laminó sus bolas oculares cuando Pedraza nos acercó un par de consumiciones de cortesía.
No son más de las 12 y la primera banda comienza a afinar. El lugar empieza a colmarse más temprano de lo que creíamos. Ya nos bajamos ¿cuántos? ¿tres vasos y dos latas cada uno? ¿Y ese fernet? Emi, la frontwoman de Monoambiente, prende el micrófono y larga una tosecita sensual a modo de prueba. Está inyectada con microdosis de rockstar. Y lo bien que le pegan. Sacude su carisma en cada gesto y entonación. La arropan tres músicos que terminan de darle forma a ese híbrido funkoso y groovero. Cucu en guitarra: nuestro Elliot Smith ensamblado en el Empleados de Comercio. El batero emblema del Barrio Fitte marcando el ritmo junto a esa suerte de Ema Horvilleur con impronta loureedeana que es Andriu en bajo, con quien hasta hace poco nos mirábamos con algo de desconfianza. “Esta bueno lo que hacen”, murmuraron tres chicas alrededor nuestro.
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Era viernes y era 2007. O 2008. Esa mañana había ido a comprar el nuevo disco de Massacre, El Mamut, para Camila, la chica con la que me veía desde hacía algunos meses. Cuando digo algunos digo no más de cinco o seis. Una relación en la que nos veíamos tres u ocasionalmente cuatro veces por semana. Lo suficiente para que uno se sienta dichoso. Y también suficiente para que uno esté metido hasta las pelotas. La conocí en una de las noches de jueves de Jockey en las que Willy Fernández pasaba Rebel Rebel de Bowie y si tenía ganas ponía a girar en las compacteras Denon Love Will Tears Apart de Joy Division. Quedé con ella para vernos en Ángeles a la tardecita. Le lleve el disco dentro de la característica bolsita negra de Musicanoba.
Llegó más tarde de lo que habíamos quedado. Soltó una mirada esquiva y un saludo tan frío como el chopp de Imperial que yo empuñaba. “No hubieses gastado”, me dijo refiriéndose al cd. Me pregunté si estaba todo bien. “¿Está todo bien?”, le pregunté. No, no estaba todo bien. La derrota me había convocado. Ella desplegó argumentos filosos pero sutiles como lo hace un cirujano esteta manipulando el bisturí pensando en el tamaño de la cicatriz. No pasaron más de 20 minutos hasta el momento en que decidió pararse e irse. La operación a corazón abierto había terminado. Se despidió con un beso tímido en la mejilla. Yo quedé hundido como si un ejército de gordos Walas hubieran caído sobre mí.
Pedí casi por reflejo otra cerveza, mientras procesaba la secuencia en que la desdicha me había atravesado por completo. Pasaban los minutos al mismo tiempo que pasaban cada vez más tibios los sorbos por mi garganta. Las demás mesas comenzaban a ser ocupadas paulatinamente y yo empleaba mi retirada. Al llegar a casa me tiré por un buen rato sobre el colchón. No se filtró ni un puto ruido ni una puta luz. Era una noche envasada al vacío. Lentamente me puse de pie y busqué en la humilde cómoda, donde yacía mi humilde computadora sin conexión a internet, un Verbatim grabado de Prieto Viaja al Cosmos con Mariano, banda que no había escuchado hasta ese momento, ya que hacía sólo días que lo había copiado en un ciber de la calle Pellegrini. El cover de Leonard Cohen fue un golpe certero en el medio de la jeta y una señal para huir de la habitación.
Esa misma noche tocaba en Jockey una banda con la cual nunca simpaticé: La Despro. Tampoco eso me importó demasiado, sólo quería pasar lo que restaba del viernes en ese reducto de la 9 de julio y emborracharme hasta colapsar. Tenía motivos para hacerlo. Siempre tuve mis diferencias con toda esa gesta de estética rollinga que siguió reinando después de Cromañon. La Despro tenía esa impronta, y una afinidad musical cercana a Pappo y La Renga. Y también tenían una convocatoria considerable. Uno de los pocos grupos con seguidores que profesaban la cultura del aguante a nivel local con banderas pintadas y pibas subidas a los hombros de los pibes. Mucho tiempo después, el bajista de La Despro se comportó muy bien conmigo en un momento un tanto difícil.
El público comenzó a tomar las riendas del show con los primeros acordes. Me ubiqué en el escalón del medio de la parte derecha que da contra una de las paredes que para ese entonces ya era Sky, la variante electrónica del complejo. El único movimiento que ejecutaba era la de trasladarme hasta la barra para volver a ubicarme en el mismo lugar. Debajo mío, en el primero de los escalones, estaba sentada una chica que minutos antes había sido abandonada por otra chica –muy parecida a ella- y por un pibe chiquito, petiso, que lucía una cubana de anillitos de madera. Dejé mi cerveza con Legui apoyada al costado de mis pies. En esa época no sé por qué puta razón le ponía esa mierda de Legui a la birra. Inexplicable.
La chica abandonada por la parejita rolinga agitaba la cabecita pero sin mucho entusiasmo. Me distrajo por momentos de toda la parafernalia del “aguante” que se movía sobre la pista. Advertí que tenía un flequillo asimétrico que hacía juego con esa noche de Jockey. En medio de la ovación, luego de uno de los temas, me disparó con una sonrisa a medias para luego señalar el vaso. Le dije que sí, que si quería que tomara. Tomó con confianza un buen trago del cual se arrepintió. Hizo un gesto de desagrado y me dijo algo que no llegué a escuchar. Se estiró hasta el concreto donde yo estaba para que el mensaje me llegue. No había caso. No le entendía. Finalmente se hartó y se ubicó al lado mío. “Qué es esto que estás tomando, te preguntaba. Es Horrible”. Ahora comprendí. “Birra. birra con Legui”, le dije. “Es malísimo. Es peor que tomarla con Mirinda, como hacía mi viejo”, me hizo saber en medio de un cover de rock nacional.
Durante un rato no hablamos. Yo me dediqué a vaciar el vaso y a tragar angustia. Ella a mover su cabecita y sus toppers negras y blancas. Di cuenta que era portadora de una nariz delicada y unos ojos bondadosos que destacaban por sobre la armonía de su rostro. Tomé el último trago y le pregunté si quería tomar algo. “Lo que vos quieras, pero no te voy a hacer la segunda si le ponés eso que le pusiste”. Le traje un fernet y yo me volví a pedir esa mierda de birra con Legui.
Me contó que había ido con su prima y el novio de esta, el petiso de cubana de anillitos de madera. También me dijo que el petiso era un boludo. Que ella hacía cinco días que estaba acá tras llegar desde Rosario para seguir hacia el sur y encontrarse con un grupo de amigos que se habían instalado en El Bolsón desde hacía dos meses. Y también me dijo que yo no hablaba mucho y que no podía darse cuenta si estaba en pedo o triste. “Estás extraviado, flaco”. Eso, estaba extraviado. Me miraba cada vez que empinaba su vaso para darle unos traguitos al fernet. “¿Por qué decís que el novio de tu prima es un boludo?”, le pregunté, así, de la nada. “Estoy parando en la casa de ellos y el hijo de puta le gritó tres de las cuatro noches que estuve. Lo cagaría trompadas. Por suerte mañana me voy. No sé qué se hace con ese estúpido, te juro”.
Cambió de tema rápidamente y me señaló algo de la banda pero no recuerdo qué. Noté que después del fernet el alcohol empezaba a acercarla a mi estado. Nos tomamos una birra más. Sin Legui esta vez. Parecía que yo le daba pena. Me miraba casi de manera maternal. Ahí abajo, en la pista, el aguante seguía expandiéndose como un incendio fuera de control.
Cuando insinué ir nuevamente hacia la barra me agarró del brazo y me dijo que ya está, que vayamos un rato afuera, que estaba un poco mareada. Cuando salimos el aire semicálido me hizo tambalear. Me tomó de la mano y me apuró con un “¿qué onda?”, seguido de un “¿estás bien?”. Le dije que sí o que creía que sí. Me siguió observando sin sacarme la mirada de encima. Se sintió atraída por el aura del desastre.
Valoré su compañía. Le dije que podíamos ir a mi casa, y que también se podía quedar hasta el otro día si no quería volver a la vivienda que habitaban su prima y el petiso de la cubana de anillitos de madera. Miró hacia la puerta del boliche y volvió a girar hacia mí para asentir con la cabeza. Hicimos media cuadra. Se sujetó con más fuerza de mi mano y cuando llegamos a la esquina de 9 de julio y Villegas me preguntó si eso era un colegio, refiriéndose al Normal. “Sí, es un colegio”, le respondí. Me miró con un dejo de complicidad para luego tironearme y obligarme a cruzar al establecimiento. Me empujó hacia la oscuridad de una de las paredes que dan a la calle Villegas. Me hizo sentir el poder dictatorial de su lengua con un beso que auspició de electroshock. Se desprendió bruscamente de mis labios y bajó hasta mi cintura para apropiarse de lo mío. Puso mi asunto en su boca mientras yo fijé la mirada en su rostro ligeramente trigueño durante unos minutos y aprecié como el reflejo de las luminarias públicas se derramaban sobre sus pómulos. Volvió a pararse para besarme intensamente.
El intermitente ruido del agua de la ducha me despertó mucho después del mediodía. Se había ido el viernes y también habían calmado las ráfagas de viento que me acecharon. La resaca era tolerable. El ruido del agua de la ducha se detuvo. La chica que se había hecho cargo de mi desesperación volvió desnuda al cuarto y se paró en la puerta y me sonrió mientras inclinaba la cabeza y secaba su pelo. “Agarré la toalla que estaba colgada. No te quise despertar”. Se acercó hasta la cama y me dio un beso en el pecho. Eran las 3 de la tarde y ahí afuera un calor cobarde no lograba imponerse.
Nos envolvimos el uno al otro durante unos minutos masticando distintos tipos de dolor. “Me voy a ir a preparar la mochila. Esta noche muevo de Santa Rosa”. En un papelito, debajo de la caramelera que estaba sobre la mesa -objeto que aún conservaba de cuando vivía mi abuela en esa casa-, me dejó su dirección de Hotmail. Nunca más supe que fue de la piloto que durante horas estuvo al mando de un avión sin combustible y logró aterrizarlo.
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La otra mitad de Bife fue en busca de otras dos cervezas y yo fui a ubicarme a la parte de arriba de jockey para ver a la banda con más proyección de la escena: Questo Quelotro. Tomaron los micrófonos y levantaron un par de grados la temperatura de la fría noche del sábado 27 de mayo. Emi, de Monoambiente, también estaba en la parte de arriba, tratando de controlar sus niveles de adrenalina después de su primer show multitudinario. Allá abajo, en la parte de adelante, toda una generación anterior a la mía celebraba con los hits del soundtrack de sus vidas.
Questo Quelotro hizo lo suyo tocando para mucha gente que nunca antes los había visto. La diversidad de público era llamativa. Ilove Daiana tomó el escenario y ejecutaron frenéticamente una batería de temas. Jose Tomás, su vocalista, lanzó su gag que repite en cada ocasión. “Si me ven abajo, convídenme birra, sean buenos”. ILD terminó el show y dejó a “les” incondicionales con ganas de más.
Minutos más tarde me acerqué a saludar a Jose. Nos dimos un abrazo e inmediatamente me dio su opinión sobre mi última crónica, en la cual hablé de la performace más reciente de ILD. “Leí la nota, y quiero que sepas que escriban lo que escriban ustedes para mi siempre va a estar bien, no me importa”, me hizo saber de manera sincera. Lo cierto es que solo di una mirada honesta del show y de lo que acontece alrededor de I love Daiana. Más allá de alguna diferencia puntual que ambos podemos tener, nadie puede hablar de punk y no hablar de Tomás. Y eso lo convierte en una de las figuras icónicas de la historia del rock pampeano.
Más tarde, la pista que durante años estuvo destinada a satisfacer las inquietudes rockeras del público local, fue cooptada por la música de fiesta –el chachengue-, y eso, tras 37 años, ya no nos molestó.
A LOS BIFES
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