Nadie lo sabe, pero estoy viva gracias a mi gata Gris.
Prendí la llama de la hornalla y puse el agua a calentar. Escuché Agua de Marfil. Mezclé café y azúcar en la pequeña taza verde y batí y batí y batí hasta que se generó una masa marrón suave. Barrí el polvo que el viento levanta en el barrio ARA San Juan y salí a hacer las compras. Volví de hacer las compras y el mundo cambió para siempre.
Ya no estabas, Gris.
No estaba tu presencia. Ni tu mirada. Tu mirada que condensaba mis últimos 12 años, los más importantes. Esa mirada concentraba el nacimiento de mi primera hija. Concentraba mis miedos más profundos y el deseo de vivir, de gozar y hasta la fantasía de desaparecer. Como una burbuja de jabón. En esa mirada estaba la paz y la guerra que vivimos en cada uno de nuestros hogares. Las huellas que dejaron las mudanzas. Mis nuevos amores. Ahí estaba la belleza del atardecer. El mate espumoso de las mañanas. Mis secretos más íntimos. Estaba la complicidad y la sabiduría. Y el recuerdo imborrable de mi mejor amigo el día que te fui a buscar a su casa.
Volví de hacer las compras y el mundo cambió para siempre. Ya no estabas, Gris
Esa tarde, siendo aún una adolescente a pocos meses de dar a luz, no sabía que en mis futuros momentos de desarme existencial, esos instantes que rompen la linealidad de mi vida y definen todo lo que vendrá, en esos quiebres y caídas en los que a una la bombardean con consejos, no sabía que sólo te iba a encontrar a vos, Gris, que íbamos a estar juntas, solas, contra el mundo.
La terrible soledad de mi segundo embarazo. La incertidumbre de no saber cómo afrontar cada tarea para criar a mis hijos. Los días posteriores al asesinato de mi mejor amigo… En esos momentos eras la brisa que entra por la puerta abierta de mi casa mientras cenamos con mis hijos en una noche de verano. La frutilla fresca que cosecho de la huerta después de regar. El cristal limpio de la ventana a través del cual los domingos me observo con expresión tranquila y veo que afuera como adentro cada cosa está en su lugar. Esos momentos que puedo apreciar la coherencia del caos y me digo: “La vida… la vida así es muy linda”.
En esos momentos eras la brisa que entra por la puerta abierta de mi casa mientras cenamos con mis hijos en una noche de verano
Y qué paradoja que yo, que aprendí gracias a vos a poner los pies sobre la tierra cuando me desconocía, cuando me encontraba fuera de mí a punto de hacer cualquier locura, qué paradoja que pude hacer el duelo de tu partida que no admitía recién cuando, tiempo después, precisamente me encontraba fuera de mí, despersonificada en un viaje de psiloscibina en los médanos de Toay
Esa noche estrellada me subí a la colina más alta de las aventuras y tendí un puente a la luna desde donde te hablé, Gris. A través del viento que enfriaba mis lágrimas, le canté a nuestra amistad, a nuestras complicidades, a nuestro amor.
Cuando te fuiste Gris no te fuiste vos: se fue el universo que compartimos
Cuando te fuiste ese día ordinario en que salí a hacer las compras, Gris, caminando silenciosa con ese decoro impecable, no te fuiste vos: se fue el universo que compartimos. Te llevaste imágenes mías que nunca nadie ha tenido, vos me viste morir y revivir, me viste sin el velo de las apariencias. Al morir te llevaste una memoria, una historia que nunca nadie va a ver.
Y con este breve texto, que esconde más de lo que muestra, porque prefiero que sigamos manteniendo nuestros secretos, cierro el círculo de mi duelo. Lo que te llevaste nadie jamás lo va a tener. Pero ahora voy a dejar este testimonio para que la erosión del tiempo no pueda extinguir ningún detalle de nuestras vidas.
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