Hoy Nicolás Jozami presenta su nuevo libro: un cuento inédito para Revista Bife

Esta tarde, a partir de las 18 horas, el escritor santarroseño radicado en Córdoba, Nicolás Jozami, presenta su nuevo libro de cuentos “Las leyes de la ausencia”, en la sede de la Asociación Pampeana de Escritores, ubicada en la calle Víctor Lordi 73. La presentación estará a cargo de Sergio De Matteo, escritor y titular de APE.

Para Revista Bife, un cuento inédito de su nuevo libro de relatos


Historia de una pérdida

Hay días que uno quisiera eliminar de su vida. Cortarlos con una tijera -si hubiera- apta para el calendario existencial; quitarlos por hartazgo de conciencia, por sorpresas que se nos esfuman, por descubrimientos infinitos para uno pero tremendamente insignificantes para los demás. Por eso arrancarlos de cuajo. No soy ni seré sentimental; dejo afuera a Papá Noel, los cumpleaños o cualquier otra circunstancia armada desde afuera; voy a lo cutáneo, a aquello que nos hace sonreír de otra forma, y donde nadie logra darse cuenta.

Lo pienso. En mí el corte debiera ser transversal, porque lo que habría que eliminar son capas de recuerdo que se diseminaron -imagino- en pequeños sectores de eso que sin énfasis llamaría mi vida hasta el presente. No se puede hablar más que por rodeos. Es el intento de capturar un momento. Yo, con esto que cuento, quiero capturar y comprender una  pérdida.

Dicen que nada hay más personal que la muerte propia, intransferible, macerándose, que bate los dedos porque sabe que somos sus aprendices absolutos. Me hubiera gustado mucho de niño preguntarle a Skeletor, el villano predilecto de los dibujos animados de Heman, cómo se siente tener la calavera clavada en un cuerpo rebosante de músculos y energía. Cómo es vivir la muerte. Igualmente iré por otro lado; no me gusta lo mortuorio o trágico. Lo que quiero entender es cómo fue que dejó de gustarme. No hablo de HeMan ni de Skeletor. Puedo recuperar el momento en que lo sentí nacer con la furia del océano. Primero debo acercar esa experiencia, para luego, estar más cerca de la huida de su belleza.

Así como las tinieblas fueron lo primero en las cosmogonías, acá diré que lo primero fue el frasco. Parecía una pincelada de Rembrandt. Cuando lo sacó mi abuelo de la heladera Siam y lo puso en la mesada de la cocina, se convirtió en un talismán, una reliquia egipcia que transpiraba gotas verdosas. Lo abrió con la parsimonia de un caracol y, con un tenedor de cabo de madera, pinchó una a una las aceitunas que comió esa noche. Las sacaba, dejando que goteara un poco la salmuera y se las llevaba a la boca con el foco de luz arriba suyo que le daba el “efecto emperador” con una corona etérea, emperador que degustaba el manjar, el trofeo de su conquista. Yo había probado las aceitunas y como a todo chico no me gustaban. Un sabor horrendo. “Pero estas son carnosas, ricas”, aclaró mi abuelo, alargándome una con otro tenedor que sacó del cajón. Pese a que siguen sin gustarme, comencé a comer aceitunas por mi abuelo; casi como un ritual que desde ese día no ha terminado. Con el tiempo, lo que supe es que más allá del sabor extraño lo que me gustó de las aceitunas fue otra cosa.

Hay más. No sé bien si a los meses, o a los dos o tres años del episodio del frasco, salimos una siesta con mi abuelo a comprar un villano de He-Man que yo quería. Más que salir yo lo llevaba. El viaje fue intenso, pero justamente por lo simple. Él hacía todo simple. Fuimos a la primera juguetería. Tenían los de He-Man, pero no el que buscaba. Salimos, fuimos a las otras dos que había, pero al villano no lo tenían, no les quedaba en stock, palabra que yo entendí como “shock”, y que cuando la escuchaba asociaba a la ilusión que se iba apagando poco a poco. Mi abuelo era un felpudo al que arrastraba con la potencia de mi alegría. “Quedan dos kioscos grandes”, afirmé en esa siesta. Si bien estaban distantes uno del otro, lo tomé de la mano para ir al primero. Kioscos grandes se les llamaban a esos que tenían, -aparte de golosinas, revistas y algo de farmacia-, juguetes y regalería de alto calibre.

Al entrar al primero sentí el inconfundible olorcito a juguete mezclado con el de revista nueva. Ahí compraba, recuerdo, las Anteojito, y me dejaba para el final (como cuando se deja lo amarillo del huevo frito para sopar en la soledad del universo) la página impar de plástico que traía dos siluetas negras de un lado -una arriba y otra abajo- y que, al darla vuelta, ocultaban en la hoja de papel la verdadera figura, cuya realidad, al haber estado en sombras, parecía indicar que era algo totalmente distinto a lo que realmente prometía. El kiosquero bajó los muñecos, pero no aparecía: Best man, Trap Jaw, Man at Arms, pero no estaba Tri-clops. Yo estaba como un fuelle al que le hubiesen sacado el aire. Casi no quería ir al otro kiosco grande. Pero fuimos. Mi abuelo con su paso tranquilo me llevó. Cuando el último kiosquero me mostró que le había quedado uno, me acordé que se podía llorar de alegría. No cabía en mí. Yo quería a Tri-clops: tenía a Tri-clops. Fue la siesta más larga del mundo.

Ahora puedo entender que me haya impactado la relación de esos dos acontecimientos de infancia, en la belleza sostenida de los dos elementos, las aceitunas del frasco y el muñeco. Fue mi favorito. Y lo perdí. Pero no hablo del muñeco. Identificar el momento, si se puede hablar de momentos de identificación, de la declinación, es algo que escapa a mis fuerzas. Cómo eso desapareció de mí es lo que quiero comprender, como si alguien quisiera saber el ruidito exacto que hacen sus pulmones al respirar.

Surge en mi memoria, como un géiser colorido, un algodón de azúcar que me devuelve a la felicidad absoluta. Lo comía intentando descifrar el motivo del coloramiento (de ese color) en el algodón. En el parque de diversiones pasó. Había llegado a nuestra ciudad como una estrafalaria colonia extranjera. Era un parque que iba a recorrer la Argentina. Me siguen encantando los algodones de azúcar, y mucho más comerlos en lugares como parques de diversiones, nunca comerlos a solas, como el solitario que disfruta el choripán del puesto en una noche estrellada y tranquila. Subimos varias veces a la montaña rusa, donde aguanté el vómito por la valentía que me daba estar con los chicos del barrio; el tren fantasma estuvo tanto en mi cabeza que, después de conocerlo, lo comentaba a quien me encontrara, las postas y los monstruos que había, en orden, y hasta llegué a dibujarlo completo en hojas desplegables con el tránsito ondulante del trencito; también lo coloreé de verde, y cuando me cansé de verlo se lo regalé a mi hermano.

Decía que me encantan las golosinas, sobre todo esa rara aleación de azúcar aérea y algodonosa, empalagosa. En cada puesto del parque junto con muchos otros dulces estaban esos panaderos gigantes, de color verde clarito como jamás había visto, mucho más grandes que los de Mar del Plata y Necochea. Llegué a comer uno y medio; eran tan grandes que tuve que darle lo que me quedaba a otro de los chicos para que lo terminara mientras mirábamos el tiro al blanco.

En mi recuerdo sucedió una vez para luego reiterarse; revivía aquel periplo del parque, aunque los algodones se me antojaron y aparecieron de color rosa; no podía capturarlos como verdes en mi sinapsis. Algo que no es tan raro si uno se detiene en los médicos de las neuronas y hasta en Condillac o Ber- keley, para quienes lo que se percibe es lo verdadero, real, más allá de su materialidad o facticidad posterior y maleable.

En esta línea y época, dos películas contribuyeron a mi retardada desilusión. Primero, E.T. La volví a ver cada tanto, en la soledad que otorga la pantalla de la computadora; increíble lo oscura que es (en cuanto a texturas, color, etc.) en inversión a la luz que carga su mensaje; es el logro spilbergiano. Jamás aparece ese color. Segunda película: La Historia sin fin; ahí esperaba hasta el encuentro con la princesa, donde Sebastian debe darle un nombre al lugar que se desmorona ante la Nada. Una vez ocurrida la escena, (con ese memorable y schopenahueriano “al principio siempre está oscuro”), la luz del grano de arena o la corona de la princesa, ninguno tiene color verde. La fantasía -me pude decir después- excluyó el verde. En esa película no aparece en ningún momento.

Salto a ciertas vacaciones. Una casa grande, olorosa, siempre con arena porque estaba cerca del mar. Había llegado con un librito de cuentos de Elsa Bornemann llamado Socorro, del que no pude olvidarme jamás. Unos doce cuentos que te borraban la tranquilidad. Me partió ese miedo. En la tapa había una caricatura de Frankenstein, y adentro ilustraciones en blanco y negro por cada relato. Dos o tres me marcaron mucho. En el blanco de los dibujos, cada vez que terminaba un cuento, me ponía en la mesa, sacaba los lápices y pintaba de verde lo que se me antojara de cada ilustración. Veo hoy el volumen -que conservo- y no me despiertan nada esos garabatos de colores sobre los dibujos. No envejece el color, sí las hojas.

Busco parar de nuevo las piernas articuladas del viejo muñeco Tri-clops en la mesa, piernas que, si se mira bien, tienen vello disperso en los músculos. Sobre sus ojos está esa ruedita cóncava que gira, color verde y que, según cómo uno la disponga, es el tipo de visión que tendrá el villano. Traía una espada larga. El personaje nació como un mercenario espadachín y tiene múltiples referencias en las sucesivas proyecciones de la serie animada de He-Man; se llamó originalmente Trydor Esooniux Scope y su casco con triple visión fue mutando de propiedades. En la saga primaria este secuaz de Skeletor aparece únicamente diez veces en los ciento treinta capítulos emitidos. Nunca dejó de conservar el color verde en su atuendo como en su casco especial que le salvó la vista, inutilizada ante el enfrentamiento con unos bandidos.

¿Dónde estuvo el vértice, dónde la confabulación exacta para que, al mirar tiempo más adelante el muñeco, los dibujos animados -con hijos o sobrinos-, notara que ya no pretendía ese color como la cifra de un tercio de mi vida?

Pego un salto a la adolescencia; descubro que a la chica que me gusta debo cercarla en el espacio en que mejor sé moverme: los videojuegos. Nos citamos en uno de los locales céntricos más ruidosos que puede haber en la ciudad, donde cruzar unas palabras entre el Pac-Man, el Street Fighter y sobre todo el recientemente lanzado Art of Fighting es una hazaña. No es falsa modestia, pero sé jugar, y es el reducto en el que me sentía seguro para, además, hablar. Hablarle a ella, a Analía. Recuerdo que era el mes de julio y estaba en el último grado de la primaria, o en el primer año de la secundaria.

Llegué bastante antes; compré varias fichas y esperé a que terminaran de jugar en el Art of Fighting.

Lo que yo quería era que Analía me encontrara jugando a mis anchas, al juego nuevo, colocado especialmente en una pared del fondo, cosa que quien entrara te podía ver de espaldas, como dueño y señor de la tarde en el videojuego. Qué tuve que hacer: como los dos que estaban antes tenían muchas fichas, pese a que perdían medianamente rápido, pedí, con cara de orante, si podría meterme a competirles. Lo pregunté unos veinte minutos antes del momento en que Analía llegaría para buscarme.

Me fue fácil vencer a los dos. Luego de que alternaran un par de fichas más cada uno (para perder), les pedí si me dejaban llegar a la final. Lo hicieron, y hoy, estén donde estén, se los agradezco por este medio. Se pusieron uno a cada lado y esperaron a que avanzara con cada enemigo. Cuando apareció Analía, con ese perfume de niñas que se echaba en la ropa, el pelo húmedo todavía del baño, no sabía cómo saltar y escapar del viejo pelado con unos nunchako de la semifinal, llamado Mr Big; se largaba horizontalmente, como si volara pero en cámara lenta, lo que te daba tiempo a esquivarlo.

Perdí. No me importaba. Y exageré en esa operación para que Analía me viera perder adrede; lo importante era otra cosa. Dejé a los chicos, enemigos míos completos hasta hacía unos momentos, en la soledad del videojuego, como si yo fuera el vencedor que por algún motivo (no conocía aún la historia-leyenda de nuestro general Urquiza) decide retirarse teniendo las cosas servidas.

Movía nerviosamente la capucha del buzo, recuerdo marca Club Ken. Y cae como un dominó: el buzo era verde, con la capucha de un verde más claro. Nos sentamos en el sector de la cascada (la máquina que te permitía sacar fichas con fichas), en asientos que tenían una cuerina tipo goma de camión, negra, pegajosa. No puedo recordar cómo o de qué hablamos. Lo que sabía era que había autoboicoteado mis planes de hablar y declarármele a Analía mientras jugara al Art of Fighting. Hasta ella había estado prendida mirándome perder. Ya estaba. Al mirarla, antes de acercar mi cara a la suya, vi que un ojo verde se le movía levemente hacia un costado; como si al mantener fija la mirada el circulito se apartase solo. Nos besamos con la dulzura de lo nuevo, con la profundidad que extingue cualquier futuro. Ella dijo que le gustaba mi buzo cuando salimos de los videos y nos tomamos de la mano rumbo a algún lugar menos ruidoso.

Cada enamorado es dueño del mundo, al menos del propio, aunque con el tiempo se da cuenta que únicamente del propio, ni siquiera del de su objeto de amor. Llegué a casa y no quise sacarme el buzo por el resto del día, aun con la calefacción. Sólo a la noche, cuando era hora de dormir, teniendo ese secreto que me supuraba y que mis padres conocerían con la inminencia del próximo día. Puse el buzo estirado sobre la cama, dejando que me iluminara el color como una kryptonita inédita que me daba fuerza en vez que quitármela.

Pedí que me llevaran hasta la esquina de la casa de Analía. Un domingo. Fui con el mismo buzo. Ella salió, vino a mi encuentro caminando, mirando hacia abajo, con esos jardineros que nos quedaban tan bien de chicos. Tenía un pelo rubio que prendía fuego esos ojos verdes. Cuando el auto de mamá pasó y se fue nos abrazamos y nos dimos un beso tímido. Nos tomamos de las manos y nos sentamos. Esa tarde bastó para desenamorarme; se rompía el mundo como una cáscara de huevo, pero quería ver qué salía de adentro. Recuerdo que al caer el sol, cuando nos despedimos, me fui caminando al centro otra vez; como no había usado la plata para tomar una gaseosa con ella, la destinaría a las fichas. Esperé poco y jugué al Art of Fighting. Me saqué el buzo y lo até a la cintura. Al volver a casa, derrotado por el amor pero vencedor en el juego, sentía que hasta el color me había abandonado. La decepción no estaba en no querer volver a ver a Analía; quería, me movía cosas que jamás había descubierto en mí; la cuestión es que sus ojos habían perdido la tela colorida que me cobijaba.

Es precisamente ahora, en la fiesta del jardín de mi hijo, donde vuelvo a verlo con detenimiento. Decenas de cartulinas recortadas con la silueta de copas de árboles. Estaban dispuestas como decorado atrás del escenario donde las seños hablaban, los niños cantaban, las mamás lloraban. ¿Por qué me dirigía a esas cartulinas verdes con hojas pegadas? Querían decirme algo más, pero que yo no captaba, como quien coloca el oído frente al mendigo que habla el mismo idioma pero cuya ausencia de dientes le impide vocalizar las palabras que busca afanosamente compartir. Javier y los amiguitos que fueron después a casa llevaron las cartulinas, impregnadas con brillantina, plasticola, hojas otoñales. Abrí las gaseosas y los sánguches y los puse en la mesa. Luego tomé algunas cartulinas, que tenían el nombre de cada compañerito de Javier abajo, y las extendí en la mesa apartada del living. Esperé unos minutos: no sabía qué era lo que debía atraerme de esa textura colorida. No sabía lo que me había atraído tanto de ese color en otro tiempo.

¿No tiene la voluntad invisible la primacía electiva de cualquier cosa que nos agrade? Si como dicen algunos hay que hacer de la vida una obra de arte, o que la vida es la verdadera pintura, lo que relato es un apocalipsis personal. Algún sabio que estudió los colores y los factores que en teoría corroboran su existencia, nada decía sobre la subjetiva aprehensión que se puede tener luego de haber sentido que un color te hizo feliz.

Imagino que nadie quiere morirse sabiendo que ninguna de sus certezas quedará en suelo firme una vez que abandone este mundo. Con certezas me refiero a pensamientos, visiones de la vida, estructuras elementales que lo han sostenido o acunado en los momentos de angustia. Esta es la historia de una derrota pueril, discreta, pero para nada inservible. Lo que tuve y perdí: cómo dejó de gustarme el color verde.

No he hablado de cremación, cajón ni seguro de vida de ningún tipo con mi mujer, hermanos ni amigos todavía. Quiero creer que, de elegir lo primero, algún gramo de hueso quemado de mis cenizas me jugará la última mala pasada con el sol, cuando mis deudos las tiren al campo -donde quiero que reposen- y en un instante, el cono de luz (como aquel de mi abuelo con sus aceitunas) les dé un mortecino e instantáneo toque verdoso, antes de sepultarse por completo en el inicio del fin de mi tiempo.

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