Ese gato sonreía

La historia de un hombre y su gato es también la historia de una familia y el irremediable paso del tiempo. Comidas, sonidos y aromas son evocados junto a la expresión de Ludovico y su misteriosa sonrisa.

Para mí sí. Por eso ahora que lo he vuelto a ver, rondando por la casa, me da pena no sólo su actitud, sin sonrisa, sino también el pelo apelmazado en las patas, las orejas caídas, el paso gris y torcido cuando decidía aparecer un momento para reclamar comida y apartarse después en algún rincón o debajo del sillón más alejado del living. Nunca se dejó acariciar mucho, solamente hacía esas morisquetas interesadas, siempre interesadas, rozando los pantalones, y hasta abriendo la boca y sacando la lengua para indicar lo que buscaba. 

Cuando llegábamos a casa de los abuelos, a pasar parte de las vacaciones, Ludovico se alteraba. No lo notaba yo solo, sino mis primos, tíos, mis papás, que se quejaban de molestar tantos días todos juntos en casa de los abuelos. Ludovico parecía recibirnos de ese modo, y hasta se ofrecía de espectáculo unos momentos para nosotros, cuando andábamos por el patio o en el salón de juegos. Era por esa época que digo que él tenía bastante hambre. Lo veíamos comer cada cosa que le dejaban, y hasta no terminar el plato hondo, no se movía del lugar.

Los animales también envejecen; eso lo sabía. Era lindo verlo arriba del piano de los abuelos, cuando me pedían que tocara algo, para deleite de la familia reunida, y a algunos de los primos -que no tocaban ni sabían de música- se les daba por acercarse de costado, agachándose, sin que los vieran, y meterle fuerte las manos a algunas teclas para que Ludovico saltara como una liebre. Me siguen pidiendo a veces que toque algo, para pocos ya, pero aunque las melodías que hago siento que no envejecen, el gato no puede subirse al piano y quedarse mucho tiempo sin lamerse, sin doblarse, sin impacientarse.

En unas vacaciones de invierno, tras tocar algo en el piano, que quería acercarse a un momento de un pianista alemán, fue que levanté la vista hacia el espejo ovalado en la pared del fondo, en el que vi reflejados a la tía y a algunos primos, y por un segundo me di cuenta de que Ludovico sonreía frente a mí, sobre el piano. Una sonrisa sobria, pero sonrisa al fin. Miré un par de veces más por sobre los aplausos, tratando de concentrarme en las facciones del animal, pero no, lo que siguió a la sonrisa fue el abrir de su boca para sacar la lengua y pasársela por todos lados, mostrando los dientes chiquitos pero fuertes. Estuve a punto de preguntar si los demás habían podido ver lo mismo, pero, al estar sentado únicamente yo en el piano y tener a Ludovico de frente, descarté la consulta.

La pasábamos bárbaro, aunque cada vez que el gato se mostraba, la impaciencia me ubicaba en el lugar preciso para poder observar su boca, sus bigotes, gestos que reiteraran lo que me parecía haber visto. La nariz de los gatos se arruga seguido, por eso en cada encuentro, yo esperaba el movimiento de su cara con algo que lo invitara nuevamente a sonreír.

Los primos no podíamos dormir juntos, porque al primero que desertaba, los demás le hacíamos bromas: pintar el cachete con algo, poner dentífrico en los labios, o vaciar el desodorante en la frente o en la planta de los pies del dormido. A veces claro que la abuela nos venía a retar a las piezas, -era a quien le hacíamos caso- pero cuando era mi papá o algún tío, parábamos unos minutos solamente para seguir con esas travesuras. No me animé tampoco a contarles a los primos, en las noches de esas vacaciones, lo que había hecho Ludovico cuando me pidieron que tocara el piano.

En el salón de juegos, desde donde sacábamos lo que queríamos de las cajas, ordenadas las cosas como el ánimo del abuelo lo dictara, pasó el gato a través de una torre de cubos y logré ver nuevamente su sonrisa. Me levanté (estaba con las piernas cruzadas esperando qué sacar para jugar) y moví la cabeza a los dos lados para saber si mi descubrimiento había sido compartido. La tía que estaba detrás del barullo y los golpes que hacían los bolos, las casas, las pistas de autos, me vio mirarla pero no me animé a hablar. Para mí que ella también había visto a Ludovico en ese gesto. Era adulta, y si no decía nada, yo entendía que un secreto que guarda un grande es intocable para que lo largue un chico así porque sí.

Eso de salir a buscar las cosas que faltan se da en las familias que quieren de verdad a los invitados, que están contentos con que los visiten y compartan días con ellos. Por eso se hacían comidas raras; menús que se proponían -según habían probado en tal o cual lugar los tíos, abuelos o mis papás- y quienes los mencionaban eran los encargados de hacerlo. Eso incluía desde ir a comprar las cosas para elaborarlos, hasta servirlo en la mesa con presentación incluida. Creo que por eso     

-ahora me vienen los olores a la memoria- Ludovico comía mucho, lengüeteando el plato hasta dejarlo como un espejo. Capaz que empezó a sonreír por esos momentos y como agradecimiento a tanta comida rica que le preparaban. Los pescados eran un manjar para él.

Ese gato sonreía, como me parece que no quiere hacerlo ahora, de tan viejo, ahora que lo veo en lo de los abuelos mucho más apechugado, tranquilo, secretamente sincero. Por eso cuando me sentaba al piano, aprovechando que habían salido en bandada a comprar y la tía se quedaba y me pedía que tocara esas repeticiones del pianista alemán o lo que fuera, yo accedía esperando a que Ludovico se dignara a aparecer. La tía seguro ya lo sabía y no le haría nada verlo de nuevo. Capaz que me explicaba por qué ese gato sonreía.

Una vez que entró al salón, sentado yo en la silla frente al piano, los pedales listos, la tía se puso ansiosa para que tocara algo que le gustaba. Ella no sabía mucho, pero decía que era lindo que yo, tan chico, pudiera tocar así. Apenas Ludovico subió al piano comencé y me dejé llevar. Ni me había dado cuenta de que la tía estaba tan cerca, moviendo una mano en el aire, a veces bajándola hacia mí, a la espalda o a las piernas, pero nunca aplaudiendo. Yo lo vi sonreír de nuevo. Cuando giré y levanté la cabeza para que la tía asintiera conmigo, supe que ella también sabía que Ludovico sonreía.

Me había tocado preparar con mis papás unos pescados al horno con unas salsas raras y un copetín con frutos secos. Esa vez, no veía la hora de terminar la cena o el almuerzo en cuestión para verle la cara al gato que, con esas panzadas, seguramente mostraría su sonrisa frente a los demás. El animal comía metódicamente, y algunas veces supimos encontrar cerca del patio espinazos de pescado, huesitos de cerdo y hasta relleno de alguna pasta rara que había dejado por haber ido a aparearse o por alguna otra cosa. La tía me dijo que cuando los gatos no están, es porque van a aparearse, o a veces se van y no vuelven cuando saben que se van a morir. Yo de eso no quería hablar, ni pensarlo siquiera, porque cuando me sentaba al piano se me venía la imagen de Ludovico muerto y metía las manos en cualquier tecla. Tocaba cualquier cosa.

Me dijo la tía que se asustan con las sombras y por eso había que colocarse frente a ellos de manera que no las pudieran ver. Cuando decidieron irse los abuelos a la feria grande a comprar los condimentos de no sé qué comidas que harían a la noche, los demás se sumaron a la salida para recorrer y aprovechar e ir comprando lo que cada menú necesitara; eso era algo bueno, porque no habría tantas sombras para asustar a Ludovico. Uno de los primos tampoco quiso ir y lo dejaron quedarse en el salón de al lado, el de juegos, total estaba la tía conmigo. La miré, me acomodé, y pregunté bajito si tendría que tocar algo para atraerlo, para que saltara y caminara con esas patas algodonadas un trayecto cortito hasta subirse al piano; la respuesta fue sus labios apenas despegados y después cortados verticalmente a la mitad con su dedo índice. Yo entendía. No tenía que hacer ruido, y no tenía que hacer sombra, pegado al lado de ella.

Esperamos a que viniera. Porque Ludovico sonreía. El silencio era abrumador, pese a algún ruido a plástico que venía del salón de juegos. Pero ese silencio, con la puerta entornada, la que dirigía al pasillo y a las escaleras, se cortó inexplicablemente con el pedido de la tía. Tocate algo, decía. Yo sabía que lo que tenía que hacer era tocar lo que le había gustado a la mayoría. No tenía que hacer sombra (había lámparas grandes y estaba muy iluminado el salón) para que Ludovico viniera, subiera al piano, nos mirara y se sonriera. Pero si tocaba con mucha fuerza, muy fuerte, la tía me había dicho que capaz no venía.

Salió bien de entrada. Me dejé llevar. Tocaba con aire, pegado a las teclas, consumido por la evolución musical. La tía escuchaba pero no aplaudía ni cuando yo frenaba o me detenía unos instantes con los ojos cerrados. Bien juntos no haríamos tanta sombra, para que viniera Ludovico, para que se sonriera, subido al piano. Quise acordarme cómo lo hacía mi profesor cuando la tía me dijo que le mostrara y enseñara cómo se tocaba. Dejé que pusiera sus manos sobre las mías, (las tapaba completamente, cosa que me gustaba porque cuando las movía parecía que tocaba ella directamente), e intentaba copiar lo que había aprendido. Por momentos me acariciaba. El gato no aparecía, capaz que había ido a aparearse o a morir, porque no aparecía.

El aliento de los adultos siempre me hizo acordar al olor de la comida. El de la tía no era la excepción, viéndome tocar tan cerquita suyo, cuando puso la boca al lado de mi nariz y casi la muerde, como si ella misma fuera Ludovico. Se cansó rápido de la explicación en el piano con las teclas, en ese piano hermoso de los abuelos, porque volvió al silencio dejando otra vez sus brazos en el aire. Esos ruidos secos en las teclas, los acompañaba la tía con unos chistidos chiquitos, que le abrían grande los ojos, pero le dejaban muy quieta la cara cuando me miraba. Ella no tenía hambre, yo tampoco, y no había olor a comida, salvo el aliento de la tía en mi nariz.

Por eso apareció.

No tuvo que correr la puerta; la tía me dijo que son muy silenciosos. Seguro fue el aliento que lo atrajo, porque ella me había repetido que el sonido del piano -fuerte- podría alejarlo. También las sombras, porque se asustan. Ludovico ronroneó un poquito, me parecía que contestándole a la tía, pegada a mí, encima, con una pierna blanca con la rodilla bien marcada, sobre las mías. El gato se acomodó en el piano, en su lugar asignado (hoy sé que quiere acomodarse en ese lugar, pero no puede, porque camina destartalado), y desde ahí, dejando yo de tocar lo que la tía me pedía y le gustaba, se sonrió. Volví la cara a la tía, que hizo lo mismo, y me devolvió en silencio el gesto de que también le había parecido a ella, le había parecido lo mismo, con los ojos igual de abiertos que antes, sin dejar de acariciarme el cuello.

Ludovico pasaba sus patas por los ojos, los bigotes largos y limpitos; parecía tranquilo pero atento. Como no podía ser de otra manera, volvió a sonreír. La tía dijo en un momento “pero qué increíble y qué lindo”, y yo no supe cómo seguir, o qué seguir diciendo. Tocaba como podía y parecía que el hambre me estaba por venir pero se me pasaba enseguida. Las pruebas y demostraciones eran suficientes. Ludovico lo hace, dijo la tía. Nosotros dos juntitos lo vimos.

Será otra vez que vaya a lo de los abuelos, si no logro verlo más esta última vez, que descartaré esa idea de que no se deja acariciar, que es arisco. Porque está viejo; pero viejo, con los colmillos medio gastados, caminando torcido (la abuela sabía decir que a veces peleaba), con momentos en que se muestra, se deja ver, se permite sonreír. No comemos ya hace mucho las comidas preparadas por los parientes en las vacaciones en casa de los abuelos. Los tíos se van turnando para ir a esa casa grande y linda, con el piano, seguro lleno de telarañas y cerrado porque no se usa. A la tía, si tanto le importaba, no sé ni cuando fue, las veces que fue, cómo no se le dio por usarlo o por seguir aprendiendo, o que alguien le enseñe. Capaz que Ludovico ya no sonríe frente a ella, y por eso su desinterés en el piano y la música.

Voy a buscarlo de nuevo y, aunque a esta edad no me dé miedo, lo haré con alguna linterna, lo pondré en mi asiento y, con las patitas, le haré tocar algunas teclas del piano, por más que ya no me acuerde bien del pianista alemán, ni de nada, y tenga que sacar las telarañas; lo haría para que Ludovico se sonriera al lado mío, tocándome, para que lo hiciera ahí, al lado mío, no enfrente, a la distancia, porque ese gato sonreía. Para ver también si se podía sonreír como lo hacía la tía, de esa forma rara las veces que estábamos solos cuando yo tocaba el piano, y ella me acariciaba. Yo creo (aunque no nos vemos mucho con los tíos y primos) que en lo que se confundió la tía es en eso del apareamiento: Ludovico nunca se fue en todas las veces que estuvimos en casa de los abuelos; siempre de una u otra manera se las ingeniaba para aparecer, sobre todo en la comida. Capaz que en otras vacaciones, si no aparece mucho más en estas, yo pueda seguirlo, ahora que está viejo, escondiéndome un poco, para saber si cuando desaparece es para aparearse o, realmente, para morir. Quiero ver si se muere con una sonrisa. Y acariciarlo.       

cuento del libro Hueso al cielo, editorial Alción, 2018.

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