Gracias a Polo, por el ovillo

“La verdad es la primera víctima de la guerra”

frase atribuida a Esquilo

Ilustración realizada exclusivamente para el cuento por la artista plástica pampeana Mercedes Desch.

La punta de las olas, blanca, su caída torpe pero elegante antes de hacerlo, con movimientos azules, son mordiscos que el mar le mete a la costa, sin comérsela nunca, como queriendo decirle algo. Eso es Mar del Plata. Nunca dejó de ser eso.

Sentado, las distintas telas que usé a lo largo del tiempo, no me sirvieron. No hubo una que no se me pegara al culo. Horas acá, con el silbato colgado, los pelos del pecho que son canas ahora, revueltos, doblados, abrasados por el sol, como escondidos por tanto calor e imponencia líquida.

La vida del bañero es de una alerta tranquila. Te miran cuando llegan, se olvidan cuando se acomodan, y desapareces cuando se van. En ese orden. Estricto, rutinario. He cambiado el larga vistas unas tres veces en los años de mi oficio. Van saliendo modelos mejorados, que te permiten divisar mejor a la gente, en la escollera, con más precisión. Los gorros también los fui cambiando. Puedo dividir mi trabajo en base al relevo de mis gorros, sombreros, gorras. Lo tengo seccionado de ese modo. Con obsesión. Porque playas, estuve siempre en esta de Mar del Plata. Desde que murió mi viejo -y yo ya sabía que seguiría su camino-, me hice cargo. Los bañeros no somos un grupo sindicalizado ni mucho menos; cada uno en su silla, mirando el horizonte movedizo del disfrute ajeno en cada temporada. Los soldados tampoco lo fuimos ni somos.

Lo otro sucede cuando alguien se está ahogando y tenes la responsabilidad completa. Pero eso sigue siendo raro. Te metes, porque lo ves, y hay gente y gente. Lo trabas, porque muchos se hacen los ariscos, y aclaro que es mentira eso de que los bañeros les pegamos a los imprudentes, a los boludos imprudentes. La cosa es que cuando vas llegando a la orilla, se te desprenden como si fueras un tiburón, no quieren que los demás vean que los estás sacando. La ecuación es simple: salís solo, la gente ve que no había pasado nada, y tu trabajo se reduce a pantomima, mientras el casi ahogado se escurre por otro lado para no ser visto. Y te la tenes que tragar. Pero las veces que alguien deja que llegues hasta la orilla, los aplausos te dejan sordo. Los tengo grabados en mi cabeza. Como los ruidos de los cañones.

Con tantos años de servicio a la comunidad pasaron muchas cosas. Pero nunca lo de la dentadura. Miro al costado y las repaso; la fila larga, ordenada y limpia, sin una marquita de arena. Fila como las que armábamos allá, en Malvinas.

Hay tardes que son como deben haber sido los días en los que Dios se puso a armar y ordenar lo que tenemos. Esas tardecitas donde el sol parece no querer irse, para dejarle lugar a una noche que se pone roja ante la inmensidad de la playa. En el punto exacto, ya que con el tiempo supe medirlo, justo cuando todavía se puede ver y antes de que se apaguen los rayos sobre el agua, cuando la gente se ha ido, me meto al mar como si fuera una pileta universal. Nado o me dejo nadar; el agua tiene una temperatura constante, donde espero un cambio que no se produce. No necesito hacer brazadas, soy un corcho que no busca reposo. Dicen que el agua relaja. Es así, pero yo busco esos momentos de soledad, cuando los astros se alinean, cuando logro meterme en ese vértice entre la tarde y la noche, para esperar, para perturbarme y para buscar algo que se corresponda con mi suerte.

Si tengo que enumerar alguna de las cosas que rompen esa calma acuática, pongo primero los papeles de cualquier tipo, tamaño, de golosina, servilletas de papel, alguna vez plata. La gente no se da cuenta; después, con olas escondidas que rompen en la espalda, algún cangrejo, cerca del espigón, o algas resbalosas. Encontré pañuelos, restos de choclos, comida, los caracoles de siempre, pero la vez que eso me llamó la atención, no le erré. Nadé hasta alcanzarlo, porque parecía brillar, aunque pequeño. Era una dentadura, bastante nueva, con alambres y un paladar de color carne como jamás había visto. La hundí varias veces e intenté reducir el asco; me ganaron la solidaridad y la lástima.

La llevé. Parecía un tótem en la mesita de madera, apoyada como con ganas de volver a su dueño. Parecía ser de una persona no muy mayor. Jugué acercándomela a la boca para ver si me entraría, pero me quedaba grande. Era de una boca amplia. Le pasé un pedazo de toalla y la dejé al lado del barquito pirata que me regalaron mis hijos, hechos con sus propias manos en la escuela y que me recuerda siempre al otro, al que nos destruyeron.

Me acostumbré a pasarle un trapo. Digo eso porque al día siguiente del descubrimiento, la gente comenzó a llegar habitualmente, pero la sentí como un hormigueo que me encerraba en mi casilla de vigía. Miraba a los ancianos, para saber si los hijos los retarían por la pérdida, algo inusual, algún repentino cambio de ruta hacia el lugar donde clavar la sombrilla, para venir hasta donde yo estaba, y consultar. Tenía el megáfono listo, pero, pese a mis años, me dio vergüenza hacerlo público. Tenía más de veinte como bañero y jamás había encontrado una dentadura en el agua. Quien la hubiera perdido, al menos sabría que fue en esta playa, la mía. De la que he sido dueño y señor. En la que se ahogó solamente un joven pero por el golpe que se dio contra la roca; no lo saqué desvanecido, sino muerto. Mi viejo me dijo que no olvidara la frase: los mata y salva el mar, no vos. Sabio mi viejo. Esa frase también me ayuda con lo otro. El respeto por encima de cada cosa. Algo que aprendí bien en la colimba, en Malvinas, y que llevaré hasta que me muera.

Una semana, la dentadura seguía intacta sobre la mesa. Lo comenté en casa, pero no causó el efecto que esperaba. Las jornadas en la playa seguían tranquilas. Charlaban conmigo algunas mujeres grandes, y sabía que las chicas jóvenes que antes relojeaban al bañero habían quedado en el pasado. El único contacto más o menos directo, lineal con ellas, era Rodolfo, el heladero. Un viejo afeitado como jamás vi a nadie, siempre al ras, donde con el paso del tiempo se le podían ir viendo las líneas que le agrietaban la cara. De blanco, flaco, con nariz aguileña y con pelitos revueltos en las orejas, era el que no perdía esa forma de hablar así de las mujeres que pasaban caminando cerca nuestro cuando conversábamos un rato y él contaba la plata que había hecho. Rodolfo se rió cuando le conté lo de la dentadura. Me dijo que si ya no había aparecido nadie, la tirara al mar de nuevo. Que en eso de encontrar o perder, nadie sabría más que yo. Le dije que mejor sería preguntar a alguno que se acercara si era dentista y dársela, que por ahí le servía. O llevarla a un consultorio. Pero, la verdad, decidí quedármela, envuelta en un pedazo de toalla, a la espera de que la buscaran, para no olvidarme.

La segunda fue mucho más pequeña. De un pibe joven, o para la boca de un enano ¿Cuántos enanos habrían pasado por mi playa en tanto tiempo? No más de veinte. Vendría seguro a buscarla. La encontré cerca de la orilla, danzando como un tornado artificial en miniatura. Estaba bastante más sucia, mucho más usada. Sé igualmente que podrían haber venido de las playas de al lado, porque un objeto tan chico no se frena con nada. Esa dentadura no sólo me entraba, sino que podría masticarla hasta deshacerla si quería, de lo pequeña y vulnerable. La puse al lado de la otra.

A esta le tomé la manía de limpiarla cada vez que llegaba al puesto. Siempre la veía sucia, y hasta a veces cuando me metía al agua, para refrescarme, lo hacía con ella en la mano, para sacarle el salitre entre las encías falsas y los colmillos. Tomé la costumbre de preguntarles a quienes se acercaran -sin decirlo directamente- si habían perdido algo en el agua, o si conocían a gente que hubiera perdido algo. Lo más común, como dije, eran los aros, anillos, billeteras. Pero no pasaba nada con las dentaduras. Al megáfono lo tomé para anunciar las tardes con el mar ventoso y bastante traicionero, cuando los adolescentes borrachos sacaban y acostaban la bandera roja como si fuera la gran broma.

Mar del Plata no descansa. Tampoco en otoño. Viene gente (del sur, donde hace mucho frío) y les parece el Amazonas. No se meten al mar pero disfrutan el mate cerca de la orilla, el viento, el sonido del agua. Nunca me gustó, y siempre me causó impresión la lana en medio de la playa. De chico me pasó eso. Son incompatibles para mí. Pero esta gente traía sus pulóveres largos y pesados y se echaba en las reposeras a leer o a charlar. A mí me picaba mucho, y cuando fui a Malvinas y tuve que usarlos, antes de esperar instrucciones y dividirnos, fue la sensación de estar entre apresado y con miles de abejas caminándote por el cuerpo. Los visitantes más valientes se mojaban un poco, aunque salían cagados de frío, así que debía estar atento. Pero esa chica que medio se bandeó para un costado pegó un grito que rompió mi tranquilidad. Salí volando; cuando llegué, le latía el corazón como un tambor; morada y muy asustada estaba. La tranquilicé y fui sacando del agua sin problemas. Menos mal que no pasó nada. Porque estas reputaciones, o las fatalidades repetidas, te condenan. Menos mal que ella no se dio cuenta; pasó cerquita y la agarré con la mano libre: una dentadura otoñal.

Esta tenía los dientes separados. Ya habría terminado la indagación. Tan poca gente se había metido en el agua en esta época que seguramente vendría de otro lado, de otra playa. Conseguí un balde metálico, no tan grande, y metí las tres adentro. La cuestión era esperar. Las dentaduras se movían en el balde (cuando le daba pataditas) de la forma en que lo había hecho el barco. Era una imagen nostálgica, no siniestra. no sé si yo sentía dolor.

Cuando encalló el lobo marino tuve que acercarme porque la gente no entendía; un poco más y le metían el celular adentro de la boca. Lo tocaban y acariciaban con fuerza, y a esos bichos esas cosas los ponen muy nerviosos, hay que dejarlos tranquilos. Tengo años y por eso sé cómo tratar al turista que cree sabérselas completas. Se la hago cortita, y ante mis respuestas no pueden decirme nada. Una sola vez un viejo me tiró unos manotazos cuando le pedía que no molestara a unas chicas en el agua pero no pasó a mayores. Pero hay gente y gente. La dañina y de la otra. La que se acuerda y la que no. Anduvo todo bien. Cuando volví a mi silla, las dentaduras no estaban.

Habría una cuarta, una quinta. Cuántas más habrá, en el agua caliente, por los pedazos brillantes del barco. Algún estúpido que quiera hacer un chiste se las llevó. Quiero aflojarme la dentadura entera para ponerla en el balde. ¿Las habrán enterrado en la arena? Cuando busqué perderme otra vez entre la poca gente que estaba junto al lobo marino, sólo vi al animal agotado; quería y no quería volver al agua. Estos bichos -me supo decir un especialista hace tiempo, visitante de estas playas- son lo más indecisos que existe en la fauna marina. Algo así me había explicado. Quedan encallados y no saben, pero no saben en serio lo que quieren, si volver al agua o quedarse en la arena. Yo no formo parte de ese gremio, le supe contestar al estudioso; yo, en Malvinas, supe qué hacer, pero eso tampoco es garantía de nada. Cuando se tiraron algunos, yo los impulsé a que lo hicieran, que no se sacaran las botas, que así nomás. Yo ya sabía nadar bien. Y pensé que los otros también. Encima el humo, el fuego, el frío. El lobo marino me los trae. No quedó ni siquiera un chico con celular para filmarlo o sacarle fotos. Lo acaricié. Le abrí grande la boca, bien grande. Algunos colmillos blancos; otros, dientes negros como la noche de la playa sin estrellas. El aliento del animal me retuvo e hizo olvidar las dentaduras. Gritó. Me entendió. Le cerré la boca y le pegué un cachetazo.

Al otro día no dije nada. Esperé tres días más. Una semana. No era temporada. Iba poca gente a comparación del verano. Buscaba en la arena, en las miradas de las viejas y viejos. Nada. Una semana y media. Pese al frío (el bañero tiene la piel tan salinizada, que tardé mucho más en tenerlo y sentirlo) me metí al agua en la soledad del crepúsculo. Abrí los ojos, aunque pensé que por cábala era mejor cerrarlos. Manoteaba papeles, envoltorios de galletitas. Llegué mar adentro ante algún breve destello, pero no eran dentaduras. Sería mi edad, estaba grande, y me molestaba saber que no podría ir a entregarlas a un consultorio, no podía hacer lo que correspondía, lo que se enseña, lo que me dijeron en la colimba. De mi viejo también aprendí eso: el respeto por el mar, que es el que mata y salva, y el respeto del hombre y el soldado por el otro, por el civil, y que debe hacer lo que corresponde cuando corresponde.

Las pilas del megáfono no andaban; hacía la pantomima de ponérmelo y levantar la voz yo mismo; otra enseñanza de mi viejo. No gastar pólvora en chimangos, ya que lo que decís, no le interesa a la gente. A la mayoría, al menos, no. Pero levanté la voz y lo dije sin vergüenza (mis hijos me pidieron que no lo hiciera): que si alguien encontraba alguna dentadura me la acercara, que la estaba buscando su dueño y que yo no decía el nombre por respeto, por resguardo de la persona. Esperaba encontrar las tres. Esperé. Casi un mes.

Una nena, adolescente, de unos catorce años más o menos, medio renga, me alcanzó la primera. Le costó llegar, y me sentí desobediente de mis valores cuando le pedí que subiera por la escalerita hasta arriba. Lo hizo; cuando la tomé, no pude reconocer cuál de las tres era. Le agradecí y se fue enseguida para ser alcanzada por su madre, que estaba con los brazos en jarra, esperando su regreso, y que me levantó la mano una vez que yo lo hice. No pude preguntarle en dónde la había encontrado.

Esta casillita arriba de la escalera me la gané con muchos años de esfuerzo. De cumplir, con la Patria y con el mar, que es la Patria de los veraneantes. Sentado ahí arriba, la panza roja y los pelos blancos de la panza cada vez más quemados, doblados y mojados, fui testigo de lo que pasó. Llegó una anciana con poquísimos dientes, y me acercó otra. La había encontrado cerca del espigón, entre tanzas y caracoles. Hablamos de cómo el mar te da hambre, y ella dijo que no podía masticar bien los churros calientes, porque se quemaba, y que ahí, en esa playa, subiendo las escaleras, estaba el puestito de los churros más ricos. Miré la dentadura y tenía los caninos largos, las paletas de adelante enormes. Para una boca grandísima. La dejé en el balde con la anterior; le regalé un pin de Malvinas que tenía pegado en la pared de madera hacía años. “No se come, pero algo es algo”, le dije.

Una familia con perros incluidos -son una debilidad los labradores- me acercó la dentadura chiquita, esa sí era la que me habían robado; estaba un poco sucia, con arena, medio verdosa. Rodolfo se quedó más tiempo al lado mío; se quedaba sin que se lo pidiera, esperando que viniera más gente a acercarme dentaduras. A él le interesaban las chicas, lo sabía porque lo conocía, y el muy zorro se iba perfumado, con la bici y la gran estructura de telgopor con los helados, sucia, percudida. Algunas personas son de otra clase, es cierto, como esas chicas con bronceados que parecen de Júpiter, por el color entre zanahoria y negruzco que les deja la piel como de sirenas africanas; un par de esas, con anteojos de moscas, esos tatuajes que se usan ahora en la espalda, en las piernas, que son horribles, y nunca suplantarán una condecoración de guerra, me trajeron en una bolsita de nylon una de abajo, con dientes flojos, pero era una dentadura. Rodolfo se quedó mirándoles el culo y, cuando se dieron cuenta, empezaron a caminar para el otro lado.

“Ahora vas a poder llevarlas a los consultorios”, dijo adivinándome el pensamiento. Pero ya no quería tanto eso. Era un deber civil, o hacer lo que correspondía, pero no quería hacerlo ahora, al menos en lo inmediato. El balde metálico estaba lleno de dentaduras. En mi casa mis hijos ya tenían algunas en los cuartos, arriba del televisor, se usaban como jaboneras en el baño, como portarretratos (se ponía una foto en medio de la pequeña cesura de algún diente, por la cual se sostenía). Pero así como en la ética  (de la que hablaba mi viejo) el mal es una consecuencia del bien (me di cuenta yo), así, en realidad, de la alegría nace la pena.

Llegó otra temporada de verano. Después otra. Otras más le siguieron. Pasar un día de verano, a la tarde noche, concentrado en una sombra chiquita y extraña que flota sobre el mar, es también una ocupación. Sentir la pena, el mordiscón de los cuerpos de los camaradas que flotaron hasta donde pudieron cuando los ingleses de mierda hundieron el barco. No lo pensamos. No lo tuvimos en cuenta. Las tres o cuatro veces que vinieron los intendentes de Mar del Plata, fue para traerme algún cartón vidriado como ex combatiente de Malvinas, (uno de esos me dijo que iba a interceder para que fuera a lo de Mirtha Legrand, en el verano, cuando hacía el programa acá, pero después, como no me llamaron, me salió con que el 2 de abril en este hemisferio jamás coincidía con el verano, ni con la emisión del programa), acompañado de aplausos, algunas sirenas y un plan para comprar salvavidas y botes para el equipo de guardavidas de la costa argentina.   

Las veo; las dentaduras son como bebés. No pueden hablar. Pero guardan, o deben guardar lo que sus dueños se olvidaron de decir. Yo les dije a algunos soldados que se tiraran del crucero Belgrano, que intentaran nadar, los grados de temperatura no son algo mental, sino que se te meten en el cuerpo, eso también decía mi viejo. Decía que con el frío, tenes que cuidar más el corazón y las palpitaciones que los músculos. Algunos me dicen el coleccionista. Tantos dientes y tan poco para decir. Mi vida de bañero ha sido y es más silenciosa que el mar sereno, acá en Mar del Plata: la gente es la que hace el bochinche, los bolonquis. El agua no se queja. Los camaradas que están muertos tampoco. No sé si las voy a llevar a algún consultorio. Seguiré haciendo mi trabajo lo mejor posible. Así como no me gustan los tatuajes, tampoco voy a decir que me gusta hacerme la cabeza con problemas. Y miren que tiempo he tenido y tengo. La espuma de las olas siempre sigue dando esos mordiscos que yo veo, y que pinchan, molestan, quieren decir algo. Aunque no les interese ninguna respuesta.  

cuento perteneciente al libro Hueso al cielo. Alción. 2018

139 thoughts on “Mordiscos

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