Cosificación en el Parque de las Vías del Tren

Dos jóvenes aprietan en el día de los enamorados, sobre el pasto del parque de las vías. El cronista los observa insistentemente, casi como un pervertido. A partir de ahí, teoriza sobre el amor y la sexualidad en tiempos donde el deseo es un insumo que se pretende reglamentar.

La tarde está húmeda. Aunque un viento agradable corre entre los árboles y los juegos del “Parque de las Vías Fantasmas”, sobre la calle Alvear. Corre entre los cuerpos de todas las personas, y corre por mi cuerpo, que está recostado sobre un pequeño desnivel, delante de la pared de una escuela de arte, el CREAR, repleta de grafitis. Ahí estoy yo, e inmediatamente después están las vías fantasmas del tren, que conducen a un puerto imaginario por donde caminan dos adolescentes.

Ella tiene anteojos, nariz repingada, un labio superior, pelo negro caído sobre dos hombros erguidos, senos pequeños como triángulos que sostienen un vestido corto, muy aireado, libre. Él se rasca la cabeza, tres o cuatro tachas en el cinto, colgado de su mochila tiene un pañuelo verde, el pelo negro también, flaco, el culo flaco, en general huesuso, pies y manos grandes. Ambos no superan los 18 años.

La brisa compensa al sol que está parado en lo alto, y genera una sensación de bienestar. Los adolescentes se miran, se exploran; y uno simplemente tiene que desparramarse en el pasto, con el cuerpo profundamente muerto debajo de ésta sombra, para observar y escuchar el ronroneo de las hojas arriba de los árboles que están frente a mí, provocado por el viento.

Los adolescentes se desvían del rumbo señalado por las vías, doblan a su derecha, y retoman un camino lleno de fantasías: se empiezan a tocar. Él le acaricia la nuca y baja presionando pero despacio por su columna vertebral, hasta las inmediaciones del culo. Ella mueve su cuello desnudo, mientras deposita su mano en el bolsillo trasero de él. Se detienen justo debajo de una serie de árboles, casi frente a mí, donde arriba las hojas son estimuladas por el viento, cada vez más, se mueven y ronronean con mayor intensidad, aumentan su ritmo cardíaco, como también el flujo de sangre de los adolescentes que están abajo, y que se desploman sobre el pasto.

Ellos escaparon de las rejas deserotizantes de la cotidianeidad para cogerse ya mismo contra las piedritas de cualquier superficie arenosa

Yo alterno la lectura de Henry Miller y los adolescentes. Miller dice: La amarga experiencia me ha enseñado que lo que sostiene el mundo es la relación sexual. Pero la jodienda, la auténtica, el coño, el auténtico, parecen contener un elemento no identificado que es mucho más peligroso que la nitroglicerina”.

Los adolescentes están sentados uno frente a otro con las piernas entrecruzadas. Se abrazan. Pero se abrazan no por amor, sino por lastima, se consuelan, porque parece que desearan estar en otro lugar, tirados en un galpón alejado y olvidado por todas aquellas parejas ocasionales que reglamentan su sexualidad, que están inmersas en un ritual circular, eterno y mecanizado. Ellos no, ellos escaparon de las rejas deserotizantes de la cotidianeidad para cogerse ya mismo contra las piedritas de cualquier superficie arenosa.

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Son las ocho y media de la noche. Un caballo con su jinete pasan y se frenan a un costado de las vías. El caballo está masticando pasto y me está mirando. El jinete espera. Más allá, los jóvenes siguen entrelazados, sentados uno frente a otro, apretando ferozmente. Dos deportistas pasan al trote, conservan el cuerpo, tal vez para mejorar la especie o seguramente para afinar la putería sexual; mientras que la parejita, debajo de los árboles, se cosifica mutuamente.

Él le quiere acariciar el culo, pero llega hasta la mitad porque el piso se lo impide, entonces con los dos brazos intenta acercarla más, como para sentarla arriba de su pija. Ella está más erguida, y con la mano prendida de su nuca lo guía con la lengua en un baile húmedo, como una cobra manipulada por el sonido de una flauta bajo el sol. Los jinetes y los deportistas no están más. Ahora son las nueve de la noche, está todo apagado, hasta que se prenden las luces de los faroles amarillos del Parque de las Vías Fantasmas.

Se comen descaradamente a besos de lengua húmeda. Ella sigue erguida y él le toca una teta. Se la masajea. En un mundo mecanizado, estos dos adolescentes me recuerdan que el deseo es impulsado desde un lugar desconocido, por una fuerza misteriosa. El ritmo aumenta. Los grillos gimen porque están observando la situación. Ella le empieza a tocar la panza, por debajo de su remera. Él le toma el brazo y le hace sentir decididamente su erección. “Sentí mi erección”. Ella lo calienta y saca el brazo, ahora sostiene la cara del muchacho con sus dos manos, y le lame el cuello.

En un mundo mecanizado, estos dos adolescentes me recuerdan que el deseo es impulsado desde un lugar desconocido, por una fuerza misteriosa

Esto provoca una mayor erección en el muchacho. Por un momento la mujer lo besa, pero inmediatamente él se abalanza sobre ella. Como un animal la toma salvajemente del cuello y de la teta y le mete la lengua en la garganta. La muchacha se deja, o se queda al principio helada ante tanta carga libidinal ¿quién domina a quién? ¿quién humilla a quién? ¿el muchacho que se abalanza sobre ella con la fuerza de una pantera caliente, o la muchacha que tiene la certeza que su pareja se dejó alienar por la telaraña del deseo?

Entonces ella se retira, desprende de su joven seno el garfio que la estaba violando, y en el aire, tensionado, quedan rastros de calentura. Se miran. Él abre la boca y la quiere comer. Ella se vuelve a retirar. Siguen los dos sentados uno frente a otro. Él lo vuelve a intentar sin éxito, entonces desesperadamente le manosea otra teta. Ella le dice NO con la cabeza y con el dedo índice, mirándolo a los ojos. Él se queda estupefacto y ella acerca su rostro y no hace nada, aunque le acaricia la rodilla.

Como un animal la toma salvajemente del cuello y de la teta y le mete la lengua en la garganta

Unos segundos después, el joven acerca su boca tímidamente, y tímidamente ella se retira. Él queda en el aire, como una cobra obnubilada por el sonido de una flauta. Y en ese momento, ella le da un tierno beso en su cuello. Y otro. Cambia de posición y lo lame. Trepa por su oreja, le lame el cachete y le come la boca, como si le estuviera practicando una felación en la cara. La relación de poder vuelve a cambiar, porque es un eterno juego desigual.

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Ahora ella lo masturba ferozmente, mientras se besan. Él también la toca, o por lo menos eso parece desde esta distancia, puesto que mueve el brazo insistentemente. En un momento paran y se tranquilizan, y se dan vuelta. Me miran y yo los miro. Hay un solo espectador. La fantasía del espectador. Retoman los besos y vuelven a parar. Se tocan pero miran nuevamente hacia atrás, donde estoy yo con mi mate y mi libro. Decido irme. Camino entre árboles y juegos.

Qué bello mundo erótico comparten esos jóvenes, pienso, en ese universo desmedido son todos objetos sexuales, queda, entonces, la libertad de la cosificación, en un escenario de fantasmas y espectros sin reglas. Me arrepiento y vuelvo. Retomo por un camino alternativo, y detrás de un estatua y entre medio de un poste, los miro. Los adolescentes se seguían masturbando, abstraídos del cruel panorama de la realidad, habitando en un planeta onírico del que, por ahora, no entra nadie más.

155 thoughts on “Cosificación en el Parque de las Vías del Tren

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