Esther había comenzado a picar las cebollas para el tuco un poco antes de las once de la mañana, cuando su hijo Franco llegó a casa, empapado, encogido por el frio y la vergüenza. Esther buscó la mirada de Franco, intuyendo que una desgracia nunca puede venir sola, que no bastaba con la enfermedad de su marido, sino que el pozo siempre puede ser aún más hondo, y para salir, es necesario primero llegar al fondo.

– ¿Por qué saliste antes del trabajo? – preguntó Esther, con un cuchillo en la mano, observando como su hijo trataba de recuperarse junto al calefactor -. ¿Querés café? Ahora preparo.
Franco se desnudó y puso la ropa a secar. Se puso otra muda, buscó las pantuflas y se sentó en la punta de la mesa donde lo esperaba una tasa con café y un paquetito de masitas saladas. En un momento se atrevió a mirar a su madre sin saber que ella lo estaba mirando. Esther al encontrar la mirada de su hijo sonrió mostrando los muchos huecos en su boca, una sonrisa de resignación que a Franco le revolvió todas las tripas. Podía soportar cualquier humillación, cualquier golpe, o el hambre o el frio, menos una sonrisa como esa, tan vacía, inhumana, sin esperanzas.

– Me echaron hace una semana – dijo al fin, al dar el último trago de café, sintiendo a su vez la necesidad de irse de esa casa y arrancarse de la cabeza el rostro de su madre, la imagen del padre enfermo postrado en una cama y sus dos hermanas más chicas que cada vez sabía menos de ellas. No las veía nunca, a veces escuchaba que llegaban a la madrugada, pero se volvía a dormir y olvidaba hablar con ellas al día siguiente. Si iban a la escuela lo ignoraba. Solo sabía que tenían 15 y 13 años y ya estaban condenadas para siempre.
– Estuve toda la semana tirando curriculums, mamá, no sé qué más puedo hacer.

– No llores Franquito, ya vas a conseguir algo. Por ahora con la pensión de tu papá al menos tendremos para comer – Franco temblaba del llanto, se agitaba abrazado a su madre, intentó decir algo que no se entendió, pero Esther imaginó perfectamente lo que quiso decir – no te preocupes por papá, ya no tiene remedio. Pagando el tratamiento solo viviría tres o cuatro años más. Claro que quisiera que viva lo máximo que pueda… no, no me lo dijo el doctor pero me lo dieron a entender, no soy tonta. Y otra cosa, aunque trabajes no podés pagarle el tratamiento, no tenés título, solo podés conseguir un laburito por 15 mil pesos y gracias. Hacéme caso, papá no pretende nada de nadie, sabe que somos pobres y que nadie vendrá a salvarle la vida. Mañana andá a la municipalidad y tratá de que te den un puestito, algo sencillo, que nos ayude para comer algo mejor y poder pagar el alquiler, pero no pienses en papá.

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Sugerencia de trabajo:
Había llovido toda la noche pero por suerte a la mañana aflojó, aunque el cielo seguía cargado y amenazando con más agua, Franco se puso la impermeable, se armó dos cigarrillos y salió, caminando bajo un cielo todavía oscuro, hacia la municipalidad. Se imaginaba conduciendo un auto (un taxi), no descansaría nunca, trabajaría día y noche, recorrería toda la ciudad, todos los barrios, seria infatigable. Estos pensamientos le producían una gracia cómica, como cuando se imaginaba cogiendo con cierta mujer inaccesible, abrupta. La gracia le venía porque sabía que jamás conduciría un auto ni estaría con las mujeres que le gustan, pero en Franco, la imaginación no era otra cosa que una maniobra inteligente para engañar a la tristeza, evadirla, renunciar a los deseos más íntimos.
Al entrar al edificio sintió un ligero mareo, la necesidad de comer algo dulce. Una mujer le preguntó si se sentía bien, sí me siento bien, hace calor acá dentro, habría que abrir las ventanas, el aire está estancado. Franco se sentó al lado de la señora, se sacó la impermeable y comenzó a observar a los empleados, qué bien estaban vestidos, un poco cara largas, pero qué vida. No había mucha gente pero no quería que lo atendieran rápido, se estaba tan bien en ese lugar, calentito, adaptado al ambiente, mirando a través de la ventana los autos pasar, las gentes saltar los charcos. Deseaba que rompiera a llover toda la mañana para tener una excusa y quedarse dentro del edificio, quizá le convidarían café, o medialunas con ese olor, o le ofrecerían alcanzarlo en auto hasta su casa y aprovecharía a preguntar cómo se conducen esas bestias, etcétera.

Después de completar una planilla con sus datos y hablar con una empleada macanuda, Franco la saludó como si fuese una antigua compañera de trabajo y salió sonriendo, campechano, con ganas de seguir hablando con alguien. Una vez afuera el frio le recordó quien era, sus desgracias y fracasos. Trató de encender un cigarro cuando un hombre trajeado, que había salido detrás de él, le preguntó si buscaba trabajo.
– Sí – respondió Franco. Trató de ubicarlo de alguna parte pero su cara no le era familiar -. ¿Usted trabaja acá?
– No, he venido por otros asuntos. Pero dígame, ¿lo suyo es urgente? Quiero decir el trabajo.
– Se puede decir que sí, no sé – dudó un momento –. Sí, es urgente, mi papá está enfermo.
– En ese caso me creo capaz de ayudarle.
– Me daría trabajo – interrumpió Franco.
– Algo similar, es decir, digamos que le saco de un aprieto.
– ¿Está hablando de un préstamo?
– En absoluto. Es un buen pago a cambio de una contribución suya a la empresa. Señor, no lo quiero retener más, soy un simple intermediario, un súbdito. ¿usted es Franco Papini verdad? Vaya a esta dirección el sábado al mediodía. ¿le queda bien? Mis superiores estarán al tanto de que usted irá.
– La dirección es de la clínica privada ¿no? Vivo bastante cerca.
– Por ultimo de eso le quería hablar. Es correcto que la dirección que le di pertenece a la Clínica Central. Lo que tendrá que hacer es sacar un turno para el cardiólogo ¿comprende? Una vez dentro de su despacho deberá decir la siguiente frase: “Que antes del alba lo despojen los lobos; la espada es el camino más corto.” ¿Se la anoto?

La propuesta:
Franco dudaba que en la clínica trabajaran los sábados, quizá el tipo trajeado le tomó el pelo, estaría loco, ese delirio de la frase. Pero no perdía nada, era sábado, tenía todo el día desocupado. Mientras sacaba el turno, se sentaba en uno de los comodísimos sillones de la sala de espera y tomaba una revista, pensaba en que no le gustaría trabajar en ese lugar ni en ninguno que se le parezca, muy amplio, frio, mucho olor a remedios; y la sangre, yo no puedo ver sangre, o cortes profundos, o fracturas; estoy seguro de desmallarme si estoy al lado de una persona que grita de dolor. Puede ser que el trabajo sea la limpieza, sacar la sangre, lavar las sabanas y esas cosas. Me gustaría trabajar en la recepción y hablar con la gente.

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Cuando el número 14 se proyectó en la pantalla pidió permiso para entrar y esperó que el médico le indicara que se siente y que comenzara la entrevista.
– ¿Franco Papini? Ah, muy bien. Bueno, coménteme – la voz del médico era ruda, ronca, de muchos cigarrillos encima.
– Doctor, a mí me envió un hombre el miércoles, uno que usaba traje – el rostro del médico era impenetrable – por una oferta de trabajo.
– Esto es una clínica señor, este es mi despacho. No soy yo quien podría ofrecer empleos…
– La frase doctor – interrumpió Franco, nervioso, poniendo cara de hacer memoria -. ¿Cómo era? Que antes del alba lo despojen los lobos; la espada es el camino más corto ¿está bien? – repitió la frase dos veces más.
– Sígame.
– ¿Adónde vamos?
– Al subsuelo.
– ¿por el trabajo?
– Lo ignoro señor. Yo solo soy cardiólogo.

Al llegar al tercer piso del subsuelo un escáner de ojos comprobó que eran los del médico y a priori se abrió el ascensor. Franco creyó recordar que una situación similar vio en una película yanqui, pero que algo así sucediese aquí y ahora le hacía dudar, a pesar de que lo acababa de ver. La situación le molestaba, intuía que el tipo del traje se habría equivocado, que no era él quien debería estar en ese lugar.
– ¿Y ahora? – preguntó Franco – ¿Esto es por el trabajo?
– Diríjase a la puerta 115 y espere.
– ¿Usted no viene?
– No tengo autorizado bajar del ascensor en subsuelo.
– ¿Esto es por el trabajo?
– Solo soy cardiólogo. Lo siento señor – llegó a decir mientras se cerraba el ascensor.
Atravesó el largo pasillo, esperando cruzarse con alguien. El silencio le penetraba en sus venas, los músculos se le convertían en barro. Pensaba cómo saldría del lugar si no había nadie. ¿Habría escaleras para subir a planta baja? El ascensor no creo que funcione con mis ojos. Allá está la puerta. Franco esperó unos segundos, apoyó una oreja a la puerta pero no escuchó nada ni a nadie en el interior. Tocó un timbre y la puerta se abrió casi al instante. Adentro lo esperaban dos hombres de traje, sonriendo, alegres, seductores; y otros dos hombres que a juzgar por sus comportamientos pertenecían a la seguridad.
– Te dije que vendría – dijo un hombre de traje que estaba parado al lado de otro, también con traje, sentado en un sillón -. Acá lo tiene. Señor Franco Papini – el otro hombre le hace una súplica para que se siente –, veinte minutos antes de lo previsto.
– ¿Sabe que decía Shakespeare sobre la puntualidad? – Franco intentó responder algo, decir por ejemplo que la habitación le parecía muy linda, nunca había estado en un lugar así, etcétera -. Es preferible llegar tres horas antes que un minuto tarde – recitó el hombre que estaba sentado.
– Muy bien Papini – dijo el otro hombre mientras también se sentaba – comprendemos perfectamente su incertidumbre, así que trataremos de explicarle lo mejor posible, y aclarar todas sus dudas. Mi nombre es Ernesto Farzan y el de mi socio Rafael Nilsson. Somos los dueños de esta enorme empresa, prestigiosa y única en el mercado internacional. Por el momento, está claro, se encuentra oculta, secreta, de esta forma evitamos la condena de la opinión pública y el derrumbe del negocio. Además, nos conviene que así sea, lógicamente las ganancias son mayores. No solo ganamos nosotros, también ganan personas en situaciones como las suyas.

– En fin – continuó Nilsson – hemos comprobado, en agitados años de trabajo, que en cuanto más preámbulos más difícil nos resulta decir en que consiste dicha empresa, y, mucho más difícil le resulta a personas como usted asimilar la información y dar una respuesta sensata y cuerda, sin caer en crisis de ansiedad, shock, gritos, es decir las consecuencias del miedo – era notable que no articulaban el discurso por primera vez, en sus palabras no habían dudas ni titubeos.

Los dos hombres se miraron y esperaron a que Franco dijera algo, cualquier estupidez como se solía decir en esa situación.
– No entiendo – se animó decir Franco.
– Esto es un frigorífico de carne humana.
– Principal y único a escala mundial.
Franco soltó una carcajada. Esperaba que le dijeran que era una broma, que traerían algo para tomar mientras completaba una planilla y le explicaban en qué iba a consistir su trabajo en la clínica, pero los socios no reían, se habían puesto de pie, un poco sonrientes, lapidarios.
– Cómo que carne humana, qué dicen.
– Lo que escuchó Papini. Allá afuera hay personas dispuestas a pagar sumas millonarias por nuestro producto, y la demanda crece día a día.
– ¿Carne humana? ¿cómo que carne humana?
– Con mucho gusto le mostraríamos las instalaciones y la faena, pero me temo que afectaría irremediablemente su salud mental. Tome esa revista, ahí encontrara nuestros productos elaborados: fiambre, embutidos, algunos cortes especiales y más.
– ¿Y por qué estoy acá? No quiero trabajar en este lugar, me da asco la sangre.
– Tranquilícese señor, no está aquí por una propuesta de trabajo, sino, para saber si su materia prima está a la oferta.
– No, no me quiero morir – Franco creyó comprender que lo carnearían, seria convertido en mortadela o cualquier otro fiambre. Comenzó a llorar, gritar, quiso salir de la habitación, pero los seguridad lo sometieron. Trataron de calmarlo, pero de todas maneras tuvieron que recurrir a inyectarle un sedante.
– Usted no va a morir de ninguna manera – dijo Nilsson, cuando cesaban los espasmos en Franco -. ¿Acaso se vio? No quiero parecer cretino, pero si quisiéramos, como usted cree, carnearlo, antes nos llevaría 2 años para engordarlo y créame que no estamos en condiciones.
– Usted está aquí en representación de sus dos hermanas – dijo Farzan, que parecía ser más frio y apático.
El silencio reinó en la sala. Franco trató de no agitarse nuevamente, apenas podía mover los labios, sentía mucho sueño, nunca creyó que ser pobre le costaría tanto.
– Queremos que firme un contrato en el que diga que está de acuerdo en sacrificar a sus dos hermanas.
– Estamos hablando de medio millón de dólares por cabeza.
– ¿Y si no quiero?
– Respetaremos su decisión, desde luego. Pero por favor, sea racional, imagine poder pagar el tratamiento a su padre y comenzar una nueva vida, en un lugar mejor, con un capital, trabajo propio ¿comprende?
– Pero yo no quiero traerlas, no podría, son mis hermanas…
– Usted no deberá traerlas. Una vez firmado el contrato, del resto nos encargaríamos nosotros.
– ¿Y qué voy a decir cuando desaparezcan, cuando tipos trajeados se la llevaron?
– Ellas no desaparecerán, nadie creerá eso. Procederemos instalando una historia falsa en el inconsciente colectivo de la sociedad; la historia que nos parezca mayor conveniente. Es decir, se dirá que murieron en un accidente, de un robo seguido de homicidio, o lo que sea. La televisión, internet, los diarios se encargarán de armar la historia y nadie dudará de ella ¿puede comprenderlo? Usted no deberá dar explicaciones a nadie.
– Solo tengo una duda
– ¿Cuál señor?
– Si pueden hacer desaparecer a mis hermanas y que el mundo crea otra cosa ¿por qué decirme todo el plan antes a mí? ¿Por qué firmar este contrato? ¿Por qué no dejar que sea otro engañado de sus historias? ¿Por qué pagarme un millón de dólares cuando se lo podrían ahorrar?
– Es muy sencillo Papini: nuestra condición moral nos lo impide. Somos bastantes románticos en cuestiones de negocios. Hágame caso y relájese. Ahora lo dejaremos solo para que medite su decisión. En cuanto esté listo nos llama. Y otra cosa más, no deje nunca de pensar en su padre.

189 thoughts on “Paumperrimus

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