Hacheras pampeanas: historias olvidadas de las mujeres que a filo de hacha partieron sus vidas en dos

Juanita, Mirta, Feliza y Margarita dialogaron durante una recorrida por La Maruja, ese pueblo donde se dedicaron durante años a este oficio en el corazón del monte de caldén, que a filo de hacha partió sus vidas en dos.

Por María Clara Olmos (Télam)

Fotos de Victoria Gesualdi (Télam)

Casi un siglo tuvo que pasar para que formaran parte de la historia las vidas de las hacheras de La Maruja, como Juanita, Mirta, Feliza y Margarita, quienes durante una recorrida con Télam por ese pueblo del noroeste de La Pampa rescataron del olvido aquellos años dedicados a este oficio en el corazón del monte de caldén, que a filo de hacha partió sus vidas en dos. 

No fue la llegada del tren, en 1927, lo que definió los inicios de La Maruja, como en los demás pueblos, sino los obrajes de hacheros y hacheras que llegaban a estas tierras con el augurio de prosperidad. 

A la par de los hombres, las mujeres desmontaron bosques, abrieron caminos, produjeron toneladas de madera y sobrevivieron a la explotación y la miseria de los toldos. De todo eso sólo queda el relato de unas pocas.

En el mediodía de un sábado, el chirrido del portillo de madera irrumpe en el silencio de este pueblo de cinco cuadras por siete de pura llanura. 

Desde la puerta de su casa, Juanita Sombra comienza a desempolvar, ansiosa, su historia: “Yo soy hija de hacheros, así que ya desde chiquita empecé. Fue toda una vida en el hacha”. 

Según los cálculos de sus vecinos, Juanita es la más grande del pueblo. De sus 82 años, al menos la mitad los pasó entre aserraderos y montes de la zona.

“Nosotras hacíamos de todo: voltear caldenes, pelar postes y varillas, cortar la leña, quemar las ramas, hacer rastrojos”, enumera la mujer durante una visita de Télam en La Maruja. 

El del hacha era un trabajo bravo, robusto. “Todo a fuerza de pulmón”, dice Juanita, mientras frota las yemas curtidas sobre la palma de su mano.

Dependiendo del pedido del patrón es como se daba la hachada: talaban del tronco o, si el objetivo era desmontar para la incipiente agricultura, los tiraban de raíz. 

“Apenas si llegaba a asomar la cabeza de los pozos que cavaba alrededor de los caldenes para hachar sus raíces y así tirarlos”, cuenta. 

Hasta de dos metros de diámetro era el tronco de un caldén, árbol característico de La Pampa, y 12 metros podía alcanzar de altura, mientras que el cuerpo menudo de Juanita no supera los 1.55. 

“Una fuerza bárbara había que tener, era mucho esfuerzo para el cuerpo”, asegura la hachera, que a cada golpe de hacha parecía estar “por partirse en dos”. 

A sus 18 años se casó con Facundo Sosa, con quien durante décadas fueron de campo en campo desmontando, solos con el hacha, la cuña y el mazo.

“Para los caldenes más grandes usábamos el serrón (sierra larga que tiene un asa en cada extremo). Mi marido tiraba de un lado y yo tiraba del otro, así los íbamos tirando”, recuerda. 

“La primaria no la pude empezar siquiera porque vivíamos en el campo”, lamenta Juanita, que enseguida agrega, orgullosa: “Pero de grande fui yo misma la que abrí el camino (ahora ruta provincial 11) que lleva a la escuela albergue El Tala, en Rancul, donde estudiaron mis hijos”. 

El cuerpo cansado de Juanita recobra toda su fuerza cuando se aferra al hacha –y no la suelta– para demostrar cómo es que solían cortar la madera del caldén.

A su lado y agarrada de las manos camina monte adentro Mirta Benítez. 

“De mis ocho hijos, cuatro fueron criados en el monte y los otros cuatro en ‘cuna de oro’, en el pueblo”, cuenta Mirta (70) y una risa fácil se le dibuja en su rostro agrietado por el viento impiadoso de La Pampa. 

“No era fácil. Cuando eran bebés me los llevaba en un cajoncito de madera y los acomodaba bajo un caldén. ¿Sabes quién me los cuidaba mientras hachaba? Un perrito, él los vigilaba”, recuerda. 

Al campo llegó “de grande” cuando fueron a trabajar con Lalo, su marido que hoy tiene 82 años, con quien se casó a sus 15 años. Criada en el pueblo, admite que no sabía, realmente, lo que era el monte. 

“Cuando llegamos allá, no lo podía creer. Miraba el toldito de paja y me preguntaba: ¿Acá vamos a dormir? No había nada, sólo caldén. Nunca tuve tanto miedo como esa noche”, narra Mirta de su llegada al campo en Colonia Lobocó, al sur de La Maruja. 

En un pozo semi subterráneo para que conservaran la temperatura, las familias hacheras levantaban sus toldos con horcones, palos a pique, ramas y pasto puna. 

Mirta estuvo 20 años en el campo y le gustaba, asegura, pero cuando le salió “su casita” en el pueblo por un plan social provincial no dudó. 

Como todas las hacheras, Mirta tenía un único deseo: rescatar a sus hijos del monte. 

“Yo no los quería mortificar toda la vida en el hacha, quería que busquen un trabajo más liviano”, señala. 

El hacha vuela y tajea, con un golpe certero, la madera dura del caldén. Margarita Sabugo es determinante y probablemente fue eso lo que la llevó, décadas atrás, a torcer el destino que parecía estar escrito para ella y sus hijos. 

Hija de hacheros y criada en el campo, se casó a los 22 años con Ceferino, que era hornero. 

Un día, un médico de Paraguay, el doctor Aquino, vino a ofrecerle a su cuñada una capacitación en Santa Rosa, capital provincial, para ser enfermera: “A la pobre no la dejaron y a mí nadie me invitó, pero le pregunté a Ceferino si podía ir y, contra todo pronóstico en esa época, me dijo que sí. Aquino aceptó y enseguida me puso a aprender. Fue mi salvación”, reflexiona.

Margarita, que ahora tiene 81 años, fue la enfermera del pueblo durante cuatro décadas, encargada de los partos y la vacunación. El vacunatorio del Hospital de La Maruja hoy lleva su nombre. 

De chica, la policía debió obligar a su padre para que la manden a la escuela rural y él sólo cedió con una condición: lunes, miércoles y viernes estudiaba, martes, jueves y sábados ayudaba en el campo.

“Me encantaba ir a la escuela, me iba bien. Fui hasta tercero, tenía el pase para cuarto pero no me mandaron más porque ya tenía 12 o 13 años. Era hachera vieja ya, tenía que trabajar”, dice Margarita. 

De aquellas épocas sólo conserva una foto en blanco y negro con sus padres frente al toldo en el que vivían. 

Fue la única vez que usó vestido: “Yo no me crié de vestido, me crié de pantalón”, lanza como si de un manifiesto de principios se tratara. 

“Me gustaba el campo, pero era una vida dura, un sacrificio, porque había que levantarse bien temprano y salir con las heladas, pasar sed en el campo (a veces había que caminar leguas para conseguir agua), la carne que se ponía mala”, murmura y pierde la mirada entre sus manos que alisan, una y otra vez, el mantel de la mesa. 

La voz se le endurece y las cejas negras se le fruncen a Feliza Tello, la más joven de las hacheras, cuando habla de su vida en aquellas tierras relegadas. 

“Lo hice siempre por mis hijos”, dice Feliza (61), mujer esbelta de manos macizas, tercera generación de hacheros y madre de 12 hijos. 

“Mi marido no quería que yo trabajara, yo me mandé igual”, comienza la mujer, que en diálogo con Télam se anima a hablar, aunque con cierto recelo, de algo recurrente en aquel tiempo: el consumo problemático de alcohol de la mayoría de los hacheros y las situaciones de violencia que se desataban. 

Era una cadena de sometimientos: de la mujer frente a su marido y de éste frente a los patrones, que los sometían a condiciones laborales inhumanas. 

“Por ahí él se iba al pueblo y no volvía por 15 o 20 días, mientras tanto yo seguía trabajando”, asegura la hachera.

Y continúa: “Sin embargo, jamás vi plata del hacha. Fueron muchos años de laburar y no tener nada”. 

Aún embarazada o amamantando seguía hachando igual esta madre del monte que sólo cuando nació su hija con discapacidad decidió terminar esa vida e iniciar una nueva en el pueblo.

“A diferencia de nosotras, son pocos los hombres que han trabajado el hacha para criar a los hijos”, expresa con bravura Feliza que cierra: “Y encima éramos guapas para hacerlo”. 

Una cartografía

Con situaciones de informalidad persistente, aunque atenuadas por la Ley de Bosques y otras normativas locales, y con las mujeres aún invisibilizadas, es como se desarrolla en la actualidad el trabajo de los hacheros y hacheras en La Pampa, según una cartografía realizada por la Universidad Nacional de La Pampa (Unlpam) y el Ministerio de Producción local. 

El relevamiento, que está en su versión preliminar, fue realizado por Mario Mendoza, docente de la Facultad de Agronomía de la Unlpam, a fin de conocer las condiciones de vida actual de los hacheros y poder “crear políticas públicas en torno a ese sujeto”. 

En total se registraron 189 hacheros y hacheras activas en la provincia, de los cuales 100 fueron entrevistados, pero se calcula que son “apenas un 20 o 30% del total”. 

“Sin embargo, son pocos los que están trabajando a full con el hacha, en general hacen trabajos estacionales (en junio y julio) y luego complementan con albañilería y otras actividades”, explicó Mendoza en diálogo con Télam. 

El trabajo se realiza en cuadrillas, en familia o de manera individual, y hay hacheros contratistas, por cuenta propia, contratados en predios agropecuarios con “buenos acuerdos” o trabajando “con sus esposas e hijos sin grandes reconocimientos”, detalló el informe. 

Del total de trabajadores relevados, sólo cuatro son mujeres, seis hacheros mencionaron trabajar con sus esposas y otros 15 refirieron tener una “cuadrilla familiar”. 

“En el relato de los hombres, tanto cuando hablan del pasado como del presente, las mujeres hacheras están ‘minorizadas’. Sin embargo, tienen un rol central en la economía y la organización del hachero, trabajaron siempre a la par”, sostuvo el docente.

En ese sentido, enfatizó en la necesidad de “reconocer la participación de las mujeres en los contratos”, que suelen ser con el varón. 

“La mujer también entra al monte junto al varón, pero sin seguro ni reconocimiento económico. Revisar esos contratos fue una de las demandas (que el informe eleva) al ministerio”, agregó el investigador, quien también instó a repensar “el rol que tuvieron siempre”. 

“Por las condiciones en las que trabajaron siempre, los varones realmente han sido muñecos de trapo que se desmoronaban sin sus piolines, las mujeres. Esa fue la magnitud de su rol”, expresó.

Los y las hacheras cumplieron durante décadas un rol importante en las economías locales de La Pampa y también “en tanto símbolos identitarios del lugar”. 

En la actualidad es una actividad que se lleva a cabo “con menor intensidad” ya que el desmonte, el sobrepastoreo y los incendios forestales “han contribuido a la reducción y degradación del caldenal”. 

Especialistas locales rescatan, sin embargo, el valor del trabajo y los conocimientos de los y las hacheras para la preservación y cuidado del bosque pampeano, que “depende en gran medida de la puesta en práctica de planes de manejo que utilicen la fuerza de trabajo de las y los hacheros”. 

Sancionada en 2011, la Ley Provincial de Bosques N° 2.624 busca proteger y conservar las áreas de bosques y regular las actividades relacionadas a la explotación forestal. 

“Además de buscar preservar, la ley mejoró mucho las condiciones de los hacheros porque implica un ordenamiento de los contratos y estimula la organización en cuadrillas, hay mas posibilidad de reclamar mejores condiciones en un oficio que no está gremializado”, señaló Mendoza. 

Sin embargo, hay un porcentaje de hacheros familiares e individuales “que quedan por fuera” y que aún persisten en una “informalidad atroz”.

El pueblo y el caldén

Ubicado en el “corazón del monte”, La Maruja, el pueblo más joven de La Pampa, estuvo desde sus orígenes ligado al caldén, el principal recurso forestal de la provincia, cuya explotación dio lugar a la formación de pueblos obrajeros, especialmente de hacheros.

Según el último censo del Indec, quedan poco menos de 1.200 habitantes en La Maruja, localidad del departamento de Rancul que, desde principios del siglo pasado, supo estar “superpoblada”. 

Fue la explotación del caldén, el principal recurso forestal de La Pampa y donde se encuentra la extensión más grande de este árbol, la que dio lugar a la fundación de estos pueblos en el centro, norte y oeste de la provincia. 

Ya estaban instaladas las familias hacheras -desmontaban los bosques para el cultivo- cuando los rieles del ferrocarril llegaron a estas tierras en 1927, un año antes de la fundación del pueblo. 

Ya estaban instaladas las familias hacheras -desmontaban los bosques para el cultivo- cuando los rieles del ferrocarril llegaron a estas tierras en 1927, un año antes de la fundación del pueblo. 

Por entonces las locomotoras requerían leña como combustible y el bosque de caldén se presentaba como un caudal inacabable de abastecimiento, por lo que comenzó un periodo de sobreexplotación. 

De acuerdo a lo recuperado por investigaciones locales, sólo entre 1956 y 1966 en La Pampa se produjeron cerca de 700.000 toneladas de rollizos, postes y leñas. 

Según cuentan los vecinos, en La Maruja llegaron a existir cuatro aserraderos que trabajaban la madera, luego transportada y utilizada para hacer el parquet y construir viviendas en Buenos Aires. 

Hacia allí partían los trenes del Ferrocarril Oeste, que cargaba en la Estación de La Maruja y tenía en Arizona, San Luis, su punta de riel.

Cuando el tren dejó de pasar, en la década de 1990, los aserraderos cerraron, la explotación maderera mermó y las historias de los hacheros se olvidaron. 

Fue recién en 2017 cuando niños y niñas de segundo grado de la Escuela N° 192 de La Maruja, a cargo de las docentes Carola Armani y Fabiana Bertone, rescataron del olvido la vida de los hacheros y, particularmente, de las hacheras. 

“Todo empezó como una actividad más de la escuela y terminamos descubriendo una parte de la historia del pueblo que desconocíamos: el rol de las hacheras”, contó Armani a Télam. 

El proyecto, que luego llevó el nombre “Soñando renuevos. Mirada con ojos de hachero” y llegó a la instancia nacional de la Feria de Ciencias, convocaba a hacheros marujenses a acercar su historia a la escuela. 

“En general todos los pueblos de La Pampa se originaron a partir de la llegada del ferrocarril y los terratenientes. En La Maruja es totalmente distinto: la historia comienza antes del loteo, con los desmontes y los hacheros”, explicó la docente. 

Y continuó: “Digo en masculino porque siempre nos imaginamos que eran los varones y que las mujeres se quedaban en la casa. Pero de repente aparecieron las hacheras y nos dejaron heladas”. 

Elsa, Juanita, Feliza, Margarita, Mirta o Ventura, muchas de las mujeres hacheras eras las abuelas o parientes de los estudiantes, que asistían incrédulos a sus relatos. 

“Fue algo muy íntimo, muy significativo para la escuela e incluso para el pueblo. Nos ayudó a mirar de otra manera la historia de todos los días, la de nuestro pueblo, que tenía a la mujer hachera oculta desde hace más de 90 años”, concluyó. 

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