Vivió en la calle, en la cárcel escribió un libro, salió y se convirtió en albañil de casas de barro pero un accidente lo cambió todo: la increíble y conmovedora historia de Brian Cabral

Vive con dolor desde que fue atropellado y una mala praxis lo arrojó a la indigencia. Ahora se ilusiona con retomar su vida porque está prevista una derivación a Buenos. La historia de su vida: de la soledad en la calle a los Hogares. El descubrimiento del parkour que le provocó un cambio metafísico. La cárcel y su libro “Diarios del encierro”. La escritura, la albañilería y su nuevo libro “Diarios de días atrás”.

Brian Cabral da un paso y atraviesa las tiras de plástico que caen de la entrada de su rancho de madera, nylon y cubiertas de auto en El Salitral, al fondo de la calle Duval, detrás de la Isla Lucio Dupuy, tomando el camino hacia la derecha en un sendero que se bifurca entre arbustos y maleza, atravesando otros ranchos cada vez más separados unos de otros, en el final de todos los asentamientos, Brian Cabral da un paso y echa sus 27 años de vida encima de su bastón, un trozo de fierro doblado que fue la pata de una mesa abandonada en un basural de la zona. Brian caminaba sostenido de cualquier palo entre residuos y aves y roedores mientras buscaba nylon, madera y chapas para reforzar su rancho recién levantado cuando vio una mesa dada vuelta. Tiró el palo y se acercó rengueando y arrancó una de sus patas y la convirtió en el bastón desde el que ahora, 10 meses después, parado delante de su pequeña construcción de materiales reciclados donde duerme, se sostiene.  

-¿Te parece que charlemos parados?- pregunta- Una vez que me siento, no me puedo volver a parar-. 

-Está bien.

-Además no tengo glúteo. Cuando me siento, se sienta el hueso-, agrega.

Brian cómo se fue deteriorando su pierna desde la última operación

Tiene la frente y los ojos caídos y las palabras que salen son largas, lentas y espesas. Está sin dormir porque la noche anterior (martes 28 de marzo) la tormenta, la lluvia y los vientos le torturaron la pierna. El agua que cayó del techo en la cama lo despertó alrededor de las 10 de la noche. Intentó hacer “la vista gorda”, intentó “blanquear la mente” y ubicarse en el sector todavía seco de la cama, pero la pierna le empezó a rugir. Tuvo que esperar a que amaneciera para que el sol calentara sus huesos en compañía de un atado de cigarros, el celular, las arañas y el chillido de las ratas y lauchas que husmean debajo de la cama y trepan por el techo y las chapas.

-Cuando hay una tormenta y la temperatura baja, el sufrimiento es doble. A veces es tan insoportable que tengo que ir a la asistencia a que me pongan una inyección, y no siempre para el dolor. No puedo ni levantar la mano porque hago apenas fuerza y me retuerzo. Llega la noche y soy un cuerpo muerto.

-¿Por la tormenta de anoche no dormiste?

-No. Además tenía una auditoría, porque finalmente me dieron turno para el 10 de abril, en Buenos Aires. Me evaluará una junta médica para después darme turno para una nueva operación pero en la capital-, Brian se ilusiona y comenta que ya están habiendo gestiones para que el Estado se ocupe del posoperatorio, en lo que refiere al traslado, acompañamiento y alojamiento durante el tiempo que esté inmovilizado. 

Cuando hay una tormenta y la temperatura baja, el sufrimiento es doble

Como si el pasado estuviese acechando para no dejarlo ir, de un momento a otro Brian fue arrancado de la vida vital de la albañilería de casas de barro y el concubinato y lanzado a la discapacidad, indigencia y soledad tras haber sido atropellado en septiembre de 2020 por un auto cuando circulaba en su moto después de realizar trabajos comunitarios para la Municipalidad de Santa Rosa. Brian salió despedido por el aire y cayó en la esquina de Chile y Autonomista y se fracturó el fémur. En ese momento, sin saber que las dos posteriores operaciones iban a salir mal, sintió que le habían arruinado la vida. Cuando hubo un silencio desde el piso le dijo al conductor “vos me cagaste la vida”. Pasó por dos intervenciones quirúrgicas que lo dejaron peor de lo que estaba. Le pusieron un clavo intramedular y un alambre que le lima el hueso y corre el riesgo de que cualquier día se rompa y deba ser operado de urgencia. 

-Es como una paralítica contínua. Es algo punzante que no para, que me quema y me hace retorcer de dolor. 

-¿Cómo hacés para que calme?

-No calma. Cada día tomo 3 Diclofenac con paracetamol; el Tramadol lo dejé porque es adictivo. También me daban pastillas para dormir pero es mezclar cosas fuertes al pedo. Eso me rompió el estómago, muchas veces voy al baño y hago con sangre. 

El interior del rancho. Una cama, una estufa y una bolsa que está masticada por las ratas. Brian no puede dejar alimento más de un día porque lo comen los roedores.

Brian esperó. No le hizo juicio al conductor que lo atropelló y aceptó el dinero de la aseguradora que le sirvió para vivir durante 4 meses, porque confió en que en ese lapso de tiempo iba a poder retomar su trabajo en Anguil en la construcción de casas autosustentables. Pero su salud no dejó de empeorar. Sólo consiguió un certificado de discapacidad que le sirvió para acceder al transporte público. Su vida se derrumbó y adquirió las características que había tenido en su adolescencia y temprana juventud, antes de que el parkour y la literatura le modificaran por completo la visión oscura del mundo y con esa proyección, su vida misma. 

Estoy enojado con el intendente Di Nápoli porque me arriesgué en plena pandemia trabajando en parques y plazas para Espacios Verdes. Él venía y se sacaba fotos sonriente con nosotros y los tapiales pintados. Pero después, en mi peor momento, fui en silla de ruedas una semana seguida a la Municipalidad y nunca me quiso atender, yo veía cómo se iba por atrás cuando notaba mi presencia. El último día lo quise esperar cerca del estacionamiento para ver qué se podía hacer con mi situación y me amenazaron con llamar a la policía.

-Vos concretamente qué querés.

-Yo ya no quiero nada. No quiero pedir más, no quiero pedir más. No puedo estar dos años más pidiendo. Lo único que deseo en la vida es que me arreglen la pierna para volver a trabajar como antes, que me alcanzaba la plata. Hasta podía ir al cine-, comenta mientras desde la cama revisa papeles, documentación y radiografías de sus operaciones

Estoy enojado con el intendente Di Nápoli porque me arriesgué en plena pandemia trabajando en parques y plazas para Espacios Verdes

Antes de ese periodo “feliz” -que podría trazarse entre sus 22 y 25 años-, en que Brian podía ir “hasta al cine”, pero tiempo después de que a sus 8 años un misterioso hombre que concurría a la casa de su madre y sus hermanos lo arrancara de su familia y lo dejara en el Hogar Don Bosco, Brian tenía 11 años y estaba sentado en la terminal de Santa Rosa. Era una noche fría y la luz amarilla de los faroles enrarecía el aire alrededor de los micros que llegaban desde Jujuy o desde Chubut. A veces sentado, a veces pateando alguna piedra, Brian esperaba en la madrugada especialmente los micros de larga distancia porque muchos de ellos tenían bandejitas de comida sin abrir. El Don Bosco lo había devuelto con su madre y sus hermanos pero ahí no podía estar, intentó ir con su padre y tampoco resultó. Toda la tristeza de la ciudad se le había echado encima y Brian empezó a vivir en la calle, a dormir en el Molino Werner, debajo de los arbustos de las vías del tren o en el parque Fátima. Por pequeños hurtos de niño de 12 años, se hizo habitual su ingreso en la Séptima desde donde recobraba la libertad porque sus familiares lo retiraban. Hasta que un día no lo retiraron más. Lo dejaron, entonces, en el Hogar de Menores. 

Ahí estuve en buenas manos, pero me autolesionaba mucho-, cuenta, con cierta timidez, un poco perplejo por el curso que tomó de repente la conversación.

No hizo la escuela y empezó a consumir cocaína, alcohol y marihuana. Pero los últimos 2 años, entre sus 16 y 17, dos sucesos le cambiaron el curso de su vida: la llegada al Hogar de unos talleristas, que estimularon su creatividad en la orfebrería, el dibujo y, sobre todo, la escritura; y el descubrimiento del parkour, deporte que consiste en trasladarse de un punto a otro adaptándose a las exigencias del entorno con la sola ayuda del cuerpo. El practicante de parkour se lo denomina en francés “traceur”, traducido al español “trazador” en referencia al acto de trazar o hacer un recorrido propio.  

El bastón de Brian que fue la pata de una mesa abandonada en un basural del asentamiento El Salitral

-El parkour me liberó-, apoyado del bastón, junto a su perra Atenea. 

-¿Cómo saltar por los techos puede a uno liberarlo?-, con escepticismo.

-Sí -insiste- ¿cómo explicarte? Mirá -levantando el bastón- yo podía trepar el Molino Werner como si estuviera trepando hasta ahí -señalando el techo del rancho con el bastón-. 

-Adquiriste mayor agilidad…

No solo eso. Si antes saltaba 1 metro de repente empecé a saltar dos metros- dice y explica: –Con el parkour se me metió en la cabeza que podía superar los límites.

Fueron épocas lisérgicas El descubrimiento de que la realidad no es una rígida pared mal hecha sino un chicle que se estira y adquiere otras formas. Mientras Brian caminaba, empujado por un oleaje de eufóricas sensaciones en cuyo barco interno comandaba él mismo, veía autos estacionados y los saltaba, trepaba árboles desde donde llegaba a tapiales y techos o se recluía en largos retiros espirituales en el Molino Werner y ascendía entre recovecos inalcanzables en las alturas de la fábrica abandonada como un gato nocturno observando el panorama con ojos chispeantes, y la vida y la muerte se convertían en dos juguetes entre sus manos. 

Con el parkour se me metió en la cabeza que podía superar los límites.

En paralelo conoció a unos talleristas que daban clases en el Hogar de Menores, de los que más adelante se hizo amigo. Lo introdujeron al mundo del arte, aprendió a dibujar, comenzó a leer poesía y textos de Gabriel García Márquez y le propusieron la idea de que comenzara un libro. Brian se fue del Hogar a sus 18 años y volvió a quedar detenido. A los 20 después del boliche quiso robar una moto en la Terminal y le dieron un año y medio de condicional, pero dos semanas después -en un acto que considera “infantil”- rompió una vidriera del centro para robar “no sé qué” y fue condenado a 1 año y medio de prisión efectiva en la Alcaidía de Santa Rosa. 

-En realidad estar en cana fue bueno para mí porque un día ví cómo afuera se mecían unas plantas con el viento y conocí lo que es extrañar, entendí lo que significa la libertad. Ahí empecé a escribir- cuenta Brian, dentro del rancho, parado entre medio de la cama y una estufa de barro que apenas lo ayudará a pasar las noches que se aproximan. 

También fue una mierda porque viví cómo los encargados me empujaban al pabellón donde me tenían bronca justamente porque escribía, porque me alejaba de la droga, porque no me metía en nada raro e intentaba hacer mí vida en soledad.

La cama de Brian con la documentación de la operación, el certificado de discapacidad y otros papeles

Durante el año y medio que Brian Ezequiel Cabral estuvo preso, escribió un libro, “Diario del encierro y las mil palabras”, aunque la mayor parte del material lo perdió en un incendio que se produjo por un motín en febrero del 2017 en la Alcaidía. Una mañana, en un sospechoso episodio, apareció ahorcado Diego, un interno al que llamaban Coco. Por la noche se inició una revuelta. Incendiaron todo lo que encontraron a su alrededor y ataron las rejas con cables. El humo había ocupado todo el espacio. No se podía ver nada a más de 30 centímetros. Brian se tapó con una frazada para intentar respirar. Un policía le pegó una patada en la cabeza que le provocó una herida y lo sacó de la celda. Lo derivaron al Evita. A la mañana siguiente observó que todo estaba destrozado, mojado y quemado, incluído su libro. 

En su libro, Brian escribió cosas como éstas:

“Lo que no es sencillo y casi imposible/es darle a la triste realidad/el gusto no llegar a la locura.

Pensamientos se baten a duelo/ sin chances a la/oportunidad/ Soñaré algo/que jamás va a pasar”.

“De nuevo la realidad es tan dura y parte todo a la mitad que no deja apreciar lo bello de la música y siento ¿‘será estúpida esta forma de pensar?’”.

“Luchar la lucha imposible/soñar el sueño imaginado/llegar adonde no llega el valor”.

“…y fue en ese momento en el que una estrella se convirtió en mi cielo/en el que la brisa del anochecer se acompañaba por el amanecer/o el arcoíris que dibujé/donde podías caminar/y ese tema que rompe las cadenas/que sujeto me tienen a esta tierra/Tal vez fue la luna que en su silencio/me contaba sus poemas”.

“Busco el lugar que soy/busco estar solo para contarme mis secretos/busco suspirar por las que perdí y por las que me faltan/busco tener paz entre el conflicto/busco hablar con poemas que calman las agonías del corazón/Sencillamente busco comenzar algo que no conozco”.

La mayor parte del material lo perdió en un incendio que se produjo por un motín en febrero del 2017 en la Alcaidía

Al salir en libertad, a sus 22 años, sus amigas talleristas le ofrecieron trabajo en Anguil y lo instruyeron para aprender el oficio de la construcción de casas autosustentables. Conoció mucha gente, rápidamente se corrió el boca en boca de la calidad de las paredes de barro que levantaba y el trabajo le empezó a caer a borbotones. Tuvo que rechazar ofrecimientos porque su agenda estaba repleta. Todos los días a las 6 am esperaba en la terminal el micro que lo llevara a Anguil para volver a la noche a la casa de su novia. Podía salir a cenar e ir al cine con su pareja. Escuchaba reggae y se daba tiempo para escribir y dibujar, o juntarse con nuevos amigos que habitan sobre todo en Anguil. Este grupo empezó a recopilar sus textos y ayudaron para que pueda publicar “Diario del encierro y las mil palabras”, que fue vendido en su totalidad. Cada día Brian se levantaba fresco y animoso. Fue una época feliz, la de los 22 a 25 años.  

Si me podía quedar en Anguil para al día siguiente seguir trabajando, lo hacía. El oficio que descubrí construyendo casas fue algo que me gustó mucho.

-¿Fue tu mejor época?- pregunto.

-Fue una época buenísima -responde-, Igual a la época del parkour en que me querían dar pastillas para bajar porque consideraban que estaba muy activo, pero en realidad era el entusiasmo que me recorría y las ganas de seguir haciendo cosas.

Brian dedicaba largas horas en Espacios Verdes para realizar tareas comunitarias, cortando el pasto y pintando tapiales en parques y plazas, para pagar multas atrasadas. El 20 de septiembre del 2020 al volver de un parque lo atropellaron en la esquina de Chile y Autonomista y todos los vestigios del pasado lo arrastraron nuevamente a una vida solitaria e indigente. Se fracturó el fémur y los ligamentos de la rodilla. Una recuperación que hubiera tardado unos meses se extendió hasta estos días por una mala praxis. Inhabilitado para trabajar, gastó rápidamente el dinero que tenía en taxis y medicamentos.

Las cosas se complicaron, se peleó con su novia y debió irse de la casa en la que convivían. Lo que siguió fue una vuelta a la excursión del mundo de la marginalidad. Sus piernas pasaron por cuatro etapas: la silla de ruedas, las muletas, el andador y la pata de la mesa abandonada que convirtió en bastón. Al principio empezó a vivir en casas de amigos, pero como cada individuo es un universo con sus planetas y colisiones, y él precisaba de mucha atención, el pudor lo llevó a que en los días más o menos cálidos agarrara una frazada y en bici y con un dolor punzante se vaya a dormir bajo el cielo y a escondidas cerca del Megaestadio, entre los arbustos de las vías del tren o en el parque Fátima, como cuando era un preadolescente. Cuando sus amigos se enteraron le prestaron una carpa que montó en la laguna detrás de la Ciudad Judicial durante un tiempo hasta que el 1 de mayo del año pasado terminó de construir, con la ayuda del grupo de Anguil, el pequeño rancho en un terreno de 10 metros de ancho por 25 de largo en el que ahora, parados y entre los vientos del anochecer, Brian y yo nos miramos.  

Nos metemos adentro de su rancho porque el módico frío de la noche otoñal le produce dolor intenso en la pierna. Una pava, un libro (Huye, hombre, huye”) una batería, una estufa de leña improvisada, una frazada, una cama debajo de la cual está lleno de material fecal de roedores. El sol se esconde y comienzan a escucharse los primeros chillidos. Brian me muestra bolsas comidas por ratas “como gatos” que le roban el alimento diario. No puede guardar comida porque los roedores lo mastican. 

¿Te parece que hagamos la nota? Ahora que va todo un poco encaminado, que me dieron turno para que me evalúen en Buenos Aires… tengo miedo que se caiga la derivación-, señala. 

-Solo vamos a contar tu historia. Decime, ¿estás escribiendo? 

Sí, varios textos. Estamos viendo con mis amigos de juntarlos y publicar el segundo libro, que se llamará “Diario de días atrás”.

Brian se prepara para prender el fuego. Está cansado, al día siguiente le toca mañana de trámites y rehabilitación. Caminamos por la parte trasera de su casa donde juegan sus dos perras debajo de un alambre que sostiene ropa mojada en medio de arbustos y plantas altas. 

-Yo no quería usurpar, prefiero dormir en la calle -indica-. Pero tenía la idea de mi vieja que decía “un día esta casa va a ser tuya”, y nada… yo no quiero vivir de esperanzas.

-¿Cuál es tu idea?– pregunto. 

-Si sale todo bien, hacerme mi casita. Mi idea es autosustentarme. Tener una gallina, una huerta y animales… esas cosas.

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