Son muchas las razones por las que se hace silencio, muchas las formas de interpretarlo, pero sí hay una única manera de hacerlo. Ahorrar la labor de la palabra puede tener fines concesivos, de complicidad, de indiferencia. Puede ser resultado de pavor, de satisfacción, de introspección; de amor, de angustia, de dolor o de duelo. El silencio es un tipo de enunciación profunda, un fractal de significados, que pueden ser certeros y vacilantes de un momento a otro. Es también una herramienta fundamental para componer música y una condición para poder escucharla.
Pero sobre todo, el silencio conserva un valor sustantivo frente a las invitaciones a expedirse de forma constante. Frente a las pantallas brillantes de nuestros dispositivos, las palabras superpuestas, torpes, mareadas de ansiedad, pueden parecerse bastante al ruido, pero a esta altura cualquier usuario tiene bien claro lo que pueden generar. Ahora bien, ¿qué dice el silencio cuando es colectivo? ¿De qué habla una sociedad cuando calla?
Los abusos que sufrió Lucio no cuadró con las agendas o no tuvo la suficiente “potencia narrativa” para ser insumo en los medios masivos
La noticia del crimen de Lucio Dupuy el 26 de noviembre pasado en la provincia de La Pampa no escaló a las primeras planas de los grandes portales, tampoco llegó de inmediato a los horarios centrales de los canales de noticias. Fueron medios independientes, de pequeña escala —algunos acusados incluso de tomar información de afluentes oscuros—, los que comenzaron a difundir y replicar la noticia en las redes sociales.
Distinto a la cobertura y al tratamiento mediático espectacularista y morboso que se le da a los femicidios, lejos también de cómo se exponen los numerosos e incesantes casos de violencia policial, las repetidas golpizas, tormentos y abusos que sufrió Lucio hasta morir, con apenas cinco años, presuntamente a manos de su madre Magdalena Espósito Valenti y su pareja, Abigail Páez, no cuadraron con las agendas o no tuvieron la suficiente “potencia narrativa” para ser insumo en los medios masivos. Quizás ambas. Quizás ninguna.
Parte de ese “mirar para otro lado” está vinculado no solo con la perplejidad que genera la violencia sobre una persona incapaz de defenderse, sino también con que las perpetradoras del crimen son una pareja de militantes feministas
No fue sino hasta desbordar el cauce de las redes sociales que el caso llegó donde sí llegaron de inmediato, por ejemplo, los de Úrsula Bahillo o Nancy Videla —dato: ya suman 227 femicidios al 31 de octubre de acuerdo a datos del Observatorio de Feminicidios de Argentina. En este sentido, parte de la dificultad para mostrar y su demora, parte de ese “mirar para otro lado” está vinculado no solo con la perplejidad que genera la perpetuación de violencias inefables sobre una persona incapaz de defenderse, en todo sentido, sino también, y fundamentalmente, con que las perpetradoras del crimen son una pareja de militantes feministas.
Espósito Valenti y Páez desafían muchos de los axiomas sobre los que reposa la sociedad heteropatriarcal, sobre la mujer y la maternidad, también sobre las crianzas, al tiempo que hacen estallar el lugar de víctimas, que se asigna por default a la mujer desde los discursos de género imperantes. Mujeres, madres, victimarias: tres palabras que no saben ir juntas. Rezago machista en el corazón del movimiento que se propone terminar con él.
Espósito Valenti y Páez desafían los axiomas sobre los que reposa la sociedad heteropatriarcal, sobre la mujer y la maternidad, también sobre las crianzas
¿Pero dónde terminan la perplejidad, el estupor y la parálisis por el horror cometido sobre ese niño y dónde comienza el silencio colectivo? No se trata, desde ya, de forzar pronunciaciones, de hacer cargo de un hecho a quienes de ningún modo son responsables. Tampoco de aplicar una extorsión moral, de esas que se hacen en estos tiempos de tribunales públicos —que danzan por gusto el minué de los fascismos—, donde solo una toma de posición taxativa y pública salvaguarda reputaciones y personas de ser encolumnadas en el ostracismo de los cómplices de los actos cruentos.
Se trata entonces de saltar por sobre los muros de la indignación, esa gimnasia autoerótica que forcluye el pensamiento y se agota en las categorías infantilistas de buenos y malos, y de reponerse a la fuerza de la negación para pensar en el por qué a las dificultades de hablar de un acontecimiento indecible. Después de todo, la diversidad demanda verse de frente a las complejidades políticas.
Pero volvamos al silencio, vayamos un poco más allá. ¿En qué momento el silencio colectivo se vuelve una forma de corporativismo, otra forma del pacto de caballeros que, apretón de manos mediante, es capaz de construir un perímetro y blindar desde las más graves perversiones a los secretos más nimios? De un modo renovado, y redistribuido el poder en algunos ámbitos —sobre todo en espacios políticos, medios de comunicación y esferas culturales, sin mencionar multinacionales—, el silencio entre mujeres aparece como un manto primero, quizás, para evitar ese diálogo hacia adentro que conllevaría el verse hermanadas con seres monstruosos capaces del filicidio; segundo, y otra vez, para no revisar o explorar las zonas de la maternidad, ciertamente omnipotentes.
No se trata de aplicar una extorsión moral, de esas que se hacen en estos tiempos de tribunales públicos
Un viejo texto de Marta Lamas señala: “La maternidad hace vivir a las mujeres de manera simultánea una subordinación a los poderes establecidos en la sociedad y el disfrute de un poder casi total sobre los hijos. El atrapamiento de las madres en lo privado tiene como consecuencia la pérdida de ejercicio de su ciudadanía y de poder político. Pero este ‘sacrificio’ no es gratuito, tiene un precio y les cobra muy caro a las criaturas la exclusión social de sus madres”.
Está visto: el silencio también puede hacerse para manejar, gestionar y conservar el poder. Pensar a las mujeres en espacios de poder es diferente a contarlas en las fotos o reclamarlas a través de cupos. Es pensarlas y observarlas en el ejercicio explícito de la violencia, la crueldad y la punición; del tormento, el abuso sexual y la manipulación; del “crímen de odio”, como alega la familia Dupuy. Y es, en última instancia, reconocerlas parte de esa cándida hermandad de la que se nos convenció era posible durante los últimos años. ¿O acaso, para pertenecer, sí hay condiciones ideológicas, morales, de carácter y de clase de las que tampoco se habla?
Pensar a las mujeres en espacios de poder es diferente a contarlas en las fotos o reclamarlas a través de cupos. Es pensarlas y observarlas en el ejercicio explícito de la violencia, la crueldad y la punición
Por supuesto que no alcanza con señalar las contradicciones de un movimiento complejo como el feminista, tampoco con hacer una política del odio como hacen sin perder oportunidad desde los espacios reaccionarios. Pero el hecho trágico del homicidio agravado por alevosía del pequeño Lucio, sumado a los meses de maltratos e impericias por parte del Estado, no puede ser metabolizado sin la palabra colectiva, sin sacudir la estructura patriarcal que se replica y camufla incluso en los espacios impensados.
No hablar de lo que nos angustia, nos disgusta o nos inquieta, no hace de ningún modo que aquello que nos angustia, nos disgusta o nos inquieta desaparezca. Por el contrario, se vuelve una realidad indigerible que, de un momento a otro, ya no entra en ningún placard.
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