Hace poco fui a la verdulería y me quedé absorto viendo la perfección de una naranja. Otro día en el cajero se molestaron porque retrasaba la cola observando el brillo de la luz en el metal. Hacía una semana había visto Morpho Azul, el cortometraje de Belkis Martín, y su impacto trabajó en mí en forma misteriosa y oculta como un río subterráneo, extraviándome de la vida ordinaria.
Solo cuando estaba a punto de alienarme, las luces de Morpho Azul me invadían para sacarme de la anestesia que la costumbre me inyecta a diario. Pienso que eso hacen las obras que trabajan con fuego: nos sacan de la abulia obligándonos a pensar por encima de lo que piensa nuestra inercia.

¿Qué estaba provocando en mí Morpho Azul a semanas de haberlo visto? ¿Por qué su atmósfera me acompañaba como una sombra proyectándose cuando desplazaba la atención en otra cosa? No me quedó más remedio que mirar hacia adentro, donde el tiempo no existe. Porque ¿cómo medimos el tiempo cuando estamos frente a una obra de alta densidad poética? ¿Fueron 14 minutos los que pasaron desde que empecé hasta que terminé Morpho Azul?
El film comienza con un sonido insistente. Las imágenes distorsionadas hablan de lo difuso que es verse a uno mismo. La joven observa de cerca un insecto, dándolo vuelta, como quien se inspecciona en profundidad. En sus pies inconscientemente inquietos se concentra su impulso vital: la curiosidad.

El sendero que recorre en el campo inmenso, con el viento áspero en su cara, es el camino solitario que inevitablemente se debe transitar en cualquier búsqueda interna. El sol empieza a caer y los insectos cambian y la flora va tomando mayor densidad. Entonces la joven ve la mariposa azul.
Las aves disecadas a punto de despegar me remiten a las vidas paralizadas, trágicamente ancladas. Luego viene el caparazón y los anillos de la tortuga que marcan los años. Alas petrificadas, dureza y el paso del tiempo. Otra vez Morpho Azul nos está señalando.
El hombre trabajando que descree de la chica no es un hombre: es el futuro de la joven si se deja atrapar por los mecanismos forzosos de adaptación.
Luego la chica ve la carcaza de una cigarra que se ha metamorfoseado, adherida a un árbol. Luces y sombras misteriosas se proyectan y parecen un universo que remiten a los cambios químicos de un organismo. Es ella sufriendo una transformación.

Frente a las alas extendidas de un águila disecada, la joven abre un cajón. Mete la mano y toca algo. ¿Qué hay en ese cajón que vuelve a cerrar? La escena se vuelve difusa y aparece el sonido insistente del comienzo: ¿es el sonido de nuestra conciencia que nos alerta?
Se precipita la desesperación. Todo se acelera. Acomoda y desacomoda objetos. Su espíritu bulle. Luego respira melancólicamente. Guarda en un libro la imagen de Morpho Azul, la misteriosa mariposa, y cierra el libro.
El corto respira silencio, peligro, introspección, y es tan preciso como los cuerpos perfectos de los insectos. La cabeza, que es el relámpago de la idea con la escurridiza mariposa. El tórax, que hace respirar el film. Y el abdomen, por donde se despliega toda la belleza del relato que termina con un paisaje casi onírico.

En lo personal, persigo este tipo de obras, las que me hacen recordar que estoy vivo y me devuelven la mirada, la voz y el deseo. Y, si fuera por mí, me quedaría a vivir ahí, en esas imágenes, en esas fotografías brutalmente bellas, tan desoladoramente delicadas que Belkis Martín ha logrado.


