Desprendámonos del culto excesivo a la “belleza” y a la “profundidad”

En su ensayo “El hombre y las mitologías” Chesterton observa que “los hombres prosaicos exigen que la poesía sea poética”. Tal afirmación ha quedado repiqueteando en mi cabeza los segundos suficientes como para que se produzca una suerte de evaluación retrospectiva de lo que entiendo por “poesía” y por “lo poético”. Y las imágenes más diversas, los ejemplos más aleatorios, rebuscados en los cajones de mi poetiprosaico cerebro, no han tardado en acudir.

Simpatizo con Chesterton en el sentido de que demuele un vicio muy perceptible en nuestra sociedad: el culto excesivo a la supuesta belleza o a la supuesta profundidad artística. Tan excesivo es ese culto que nos lleva a actitudes irritantes, y en apariencia no coincidentes entre sí. Una sería, por ejemplo, el mutismo pretendidamente admirado frente a la Capilla Sixtina; también podríamos mencionar nuestro elegante asombro frente a objetos de arte contemporáneo que, en verdad, no nos han asombrado, pero que fingimos que sí para no quedar como unos retardatarios elitistas; o, por último, el uso de imágenes cliché de IA para que nuestras invitaciones a eventos o los productos que ofertamos luzcan “profesionales” e “imponentes”.

Ese culto, como puede colegirse a partir de los ejemplos, es ciego. No procede del asombro auténtico, de una fascinación tan perenne como la gotera del techo de una casa mal diseñada. No nace de esa imagen visual o acústica que prevalece en el cerebro tanto tiempo, como una anécdota graciosa de nuestro grupo de amigos, un chiste bobo que escuchamos en una fiesta memorable, la recriminación de un profesor especialmente estricto por un trabajo mal hecho, o alguno de esos instantes traumáticos tan arraigados que pagan la vida acomodada de nuestros terapeutas. Este culto ciego, a diferencia de las cosas perdurables que acabo de mencionar, es apenas una admiración amoldada a las convenciones, como cuando en Guerra y Paz los personajes se la pasan hablando en francés pudiendo tener conversaciones más sabrosas en su natural ruso —por cierto, no deploro el aprendizaje del francés, pero sería mejor hacerlo por motivos más lúdicos e inútiles que por aparentar ser elegante.

¿Cuáles son las consecuencias de esto? Una de las primeras que se me ocurre es el hecho de que se piense que, para elaborar un buen producto, ya no sea necesario adquirir competencias que, según los tecbros, los seres prosaicos por excelencia —hoy devenidos atractivos gurús del progreso y, por lo tanto, del aburrimiento—, podrían ser replicadas por una máquina. Esto es grave porque el arte feo, el arte naif, el arte torpe, el arte mamarracho, el arte del tipo “mi sobrino de 6 años podría hacer esto” es, justamente, una de las cosas más bellas que hay. Y que lo diga alguien como yo, que no es capaz de imaginar los libros de Roald Dahl, que tantos momentos buenos me produjeron en la niñez, sin las ilustraciones del querido Quentin Blake, cuyo talento estrictamente técnico para dibujar es humilde, pero cuya imaginación y creatividad visuales, para compensar, por el contrario, son en verdad prodigiosas.

Pero la consecuencia más grande y grave de este culto ciego a la belleza o la profundidad es el triunfo de la industria cultural, ya sea en su variante pop y banal o en su variante sofisticada midcult. Tan hondo ha calado este culto pernicioso, que la gente se desmotiva de ver una película de, por ejemplo —no soy cinéfilo, apenas un aficionado, disculpen los cinéfilos verdaderos— Bergman, Kieslowski, Kurosawa, Tarkovsky o el Fellini clásico porque ha escuchado que es difícil, profunda y piensa, de antemano, que no la entenderá. O peor aun, piensa que se aburrirá tanto como un aficionado al fútbol británico viendo un partido de fútbol americano. Y eso la desmotiva tanto, que se entrega sin tardanza a productos inferiores —tanto por su calidad como por su proceso productivo prefabricado— que le den entretenimiento rápido o se ofrezcan como sustitutos más sencillos de productos considerados “elevados”. Así, no piensa que en esos productos que juzga difíciles o aburridos encontrará fascinación y diversión.

No se crea que culpo a la gente por la naturaleza de sus consumos: culpo más al culto ciego del que he hablado en estas líneas. Es necesario un viraje. Ya es hora de pensar que gustar de la entrañable y nostálgica The Goonies no equivale a que no podamos tirarnos enteras las siete horas de, digamos, Satantango. O que gustar de las aventuras del señor Pickwick o de Sandokan no nos faculte para leernos La montaña mágica. La clave para dejar atrás esta parcelación tajante, provechosa solo para quienes buscan vender únicamente refritos y tonterías a las masas, son el asombro, la interrogación interna, la fascinación, el reconocimiento del misterio humano por todas partes, y también, y nuevamente, el humor y la diversión. Y, claro está, no olvidemos la certidumbre de que hallaremos el bendito prosaísmo en verdad poético y duradero en cualquier resquicio de esto que se llama mundo, incluso bajo una mesa escolar donde toda la gente nos ha dicho que tan sólo se suele pegar chicles masticados.  

Y si no me creen, voy a citar una escena graciosa de High and Low, de Kurosawa. Mientras investigan para dar con el siniestro secuestrador que alberga una enferma —como la de los personajes de Historia de dos ciudades con el pobre Darnay— inquina contra el industrial Gondo, los detectives —uno flaco como un palillo y de aspecto inocente; el otro, calvo, intimidante y grueso— sostienen el siguiente diálogo:

—Bos’n’, siento que estamos cerca.

—Vamos a aquella colina. Trata de no lucir como un policía.

—Yo no soy el problema. Usted, por el contrario, necesitaría cirugía plástica.

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